martes, 5 de marzo de 2013

El guijarro



A la orilla del río había un pequeño guijarro. Se sentía muy desgraciado porque era de los más pequeños que había cerca y no encontraba sentido a su existencia. Era uno más: ni muy grande, ni muy brillante, ni con una forma especial.
Es cierto que, durante el transcurso de los días, y aunque él no era consciente de ello, iba cambiando de tonalidades. Era casi negro azabache por noche, cuando solo la luna callada iluminaba el cauce invisible; gris perla por la madrugada, cuando el sol se presentía en el horizonte lejano; anaranjado, como una mandarina, con las primeras luces del alba que se disparaban desde las montañas y se arrastraban sobre los bordes sinuosos de las rocas; dorado a plena luz del sol, cuando el calor evaporaba las salpicaduras de la corriente saltarina y gris plateado cuando se mojaba por la lluvia.
No recordaba como había nacido y para él siempre había un momento presente interminable. Veía el movimiento del río, las maderas que flotaban, los movimientos de los peces y el baile de los árboles, pero se sentía muy desdichado. Ni siquiera le alegraba el murmullo del agua sobre las piedras, ni el silbido del viento entre los chopos.
En algunas ocasiones los humanos iban al río para recoger agua, lavar la ropa, fregar los utensilios de la comida, conseguir madera, piedras o para pescar. Todo parecía ser útil, tener algún sentido, menos él.
Ni siquiera los insectos voladores lo utilizaban como atalaya. Las libélulas o las avispas preferían plataformas más elevadas. Tampoco era tan pequeño como para que los pájaros lo llevaran a sus nidos.
Los osos y los humanos capturaban salmones que les servían de comida. Los troncos daban madera para muebles o para las hogueras. Con las piedras grandes construían casas, cercas o rodeaban los fuegos para controlarlos. Mucho tiempo atrás, los cantos rodados también se utilizaron como herramientas y armas, pero él era demasiado pequeño para servir.
Cuando llovía quedaba, a veces, penosamente sumergido en un pequeño charco, entre las grandes piedras de su alrededor. Cuando el nivel bajaba, estaba cubierto de barro que el aire y el calor, cuando se secaba, le iban quitando poco a poco. La nieve, en invierno, le cubría enseguida con su manto blanco y frío.

Una tarde, de un día cualquiera, inesperadamente, un alimoche se posó cerca de él y, tras mirar los guijarros sopesándolos, le cogió con su pico. Iniciando el vuelo, lo levantó por los aires y el guijarro sintió el vértigo de las alturas. Pudo ver el río empequeñeciendo hasta un hilo plateado, los árboles volverse una masa verde y difusa, el valle entero alejándose. El guijarro se alegró por aquella aventura de desconocido final, que le sacaba por fin de su triste monotonía. Sentía el aire raudo sobre su superficie, el batir de las alas, el vacío bajo él. De haber podido, se hubiera estremecido de emoción.

El ave voló hasta las montañas y descendió en un pequeño claro entre las rocas. Allí había un huevo.

El pájaro arrojó el guijarro contra la cáscara varias veces hasta que, por fin, consiguió abrir una grieta lo suficientemente ancha como para introducir el pico y comerse el contenido. Después, cuando acabó, emprendió de nuevo el vuelo.

Desde aquel día el guijarro entendió el significado de su existencia y fue feliz.



Alimoche, fotografía de Luis Baglietto .
 


(Publicado el 5/04/2006).

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