Fotografía: Metro en Lyon, autor Rame-ligne-A.jpg
Entré, escaleras abajo, en el largo túnel que lleva a los andenes del metro. Quedaban unos minutos para que cerraran el servicio y no me podía permitir perder el tren. Gente cansada y aburrida esperaba el momento para volver a sus casas al terminar el día. Había menos rumores, menos carreras, más quietud y silencio que en otros momentos, en un lugar como aquel. Todos éramos trabajadores de última hora deseando llegar a la cena, al televisor, a la cama y cerrar, como pudiésemos, otra rutinaria jornada laboral. No había esperanzas en las miradas, no había brillos en aquellos ojos cansados que, a diferencia de las mañanas, no devoraban con avidez las noticias de los periódicos.
Me senté en uno de los bancos libres, junto a la pared, y ajusté mi falda ante la mirada aviesa de un viejo barbudo que me miraba con lujuria. Ignorándole, saqué la agenda y repasé, con pesar, las citas del día siguiente: un representante de telas del norte del país a las diez, una cita con los de publicidad a la una... Otro día más. Ni mejor, ni peor: solo otro día.
En aquel momento, como una ola que arrasara todo lo demás, sentí ese deseo de que pasase algo. Cualquier acontecimiento que diferenciara una jornada de otra. Estaba incluso dispuesta a que fuera algo negativo: pero ¡por dios, que sucediese algo diferente!. Sin querer, me quede mirando el rostro de otra mujer, en un banco cercano y me pareció que ella sentía lo mismo. Todos parecíamos soñar con un hecho que nos sacase de aquella sucesión de tiempo sin sentido.
Un ruido metálico y neumático anunció, por fin, al tren que llegaba. Guardé la agenda en el bolso y me acerqué a las vías. Pronto tendría delante un poco de ensalada y un yogurt. Mi cena. La verdad es que estaba hambrienta. Aparte del pequeño bocadillo a las siete, comido deprisa y corriendo sobre unos cuadros estadísticos, hacía horas que no tomaba nada.
El metro se detuvo y nos abalanzamos con ansia al interior de los vagones. Era la batalla por los asientos que, en aquellas horas, era un poco más despiadada. Había pequeñas carreras que terminaban en cuerpos que se arrojaban, triunfantes, sobre el plástico con sonrisas de victoria; pequeños empujones para ganar posiciones ante un sitio vacío; codazos para encontrar un lugar cómodo cuando se acababan las oportunidades. Perdí la ocasión y me resigné a hacer el largo trayecto de pie y apretada por cuerpos que buscaban el equilibrio.
El vagón estaba muy lleno y me preparé para lo que me esperaba. Sujeté el bolso con fuerza, que colgaba de mi hombro, separé un poco las piernas, me sujeté con la otra mano del asidero y esperé el tirón del arranque. Un silbido lo anunció y, cerrándose las puertas, se inició el movimiento. La inercia nos empujó a unos contra otros y con el viaje empezaron las lecturas de libros y periódicos.
Un gran silencio se extendía, como podía, entre aquella multitud cansada y somnolienta. Nadie hablaba, nadie miraba a nadie y a mí me estaban destrozando los tacones. Generalmente, llevaba unos zapatos más cómodos, pero la reunión con dirección me hizo arreglarme un poco más. Una gran falda gris con vuelo y abertura, discreta, hasta la cadera, medias negras, un rojo suéter un poco ajustado, los pendientes de aro y aquellos colorados zapatos, de fino tacón, que ahora me mataban. El carmín, el rimel y el peinado se habían ido perdiendo durante el largo día que acababa.
Un ligero roce, tras una curva, me recordó el tiempo que llevaba sin estar con un hombre. Hacía ya más de un año que me había divorciado y, a pesar de los consejos de mis amigas, mi vida sexual era un cero enorme que me castigaba por las noches. Sobre la almohada, más de una vez, le echaba de menos o, al menos, echaba de menos aquel cuerpo caliente que parecía tranquilizarme antes de dormir. Los últimos meses fueron un infierno de reproches, de miradas airadas, de gestos torvos y deseos de agresión. Pero todo terminó antes de que llegáramos a decir cosas que luego nos hubiesen pesado. Simplemente él dijo un día que ya no aguantaba más y que, cuando yo volviese, aquella noche, él ya no estaría allí. Y así fue. La casa pareció más desolada cuando descubrí los armarios vacíos, los objetos que faltaban en el salón y en el baño, los libros que ya no estaban en las estanterías y las películas que se habían alejado de las mías junto al televisor.
Unimos dos egoísmos, dos independencias ocupadas en el trabajo y las aficiones y el choque pronto abrió un abismo entre los dos. Quizá un hijo hubiese podido unir las primeras rendijas, pero las obligaciones que nos creábamos, los deseos de dinero y posición, de diversión y ocio que nos dominaban, no dejaban sitio para nadie más. Quizá ni para nosotros mismos.
Miré a una linda adolescente que vestía totalmente de negro. Los pequeños aros en su nariz, en su ceja, en su labio inferior me dieron grima. Por nada del mundo me haría algo así, porque yo soy de las que tiemblo solo con pensar en una aguja hipodérmica. Tal vez llevase una tachuela de esas en la lengua. Decían que aumentaba el placer de los besos... Aunque el que estaba gozando, en aquel momento, era un joven barbudo que miraba las piernas, enfundadas en medias de red, que la chica proyectaba de su breve falda de cuero negro.
De improviso, el tren comenzó a detenerse donde no debía y un murmullo de desagrado y desaprobación salió de todas las bocas. Incluida la mía. ¡Una avería no!... ¡No a estas horas y con esta fatiga!. Las luces principales se apagaron y entraron en servicio las de emergencia. Todo quedó en una penumbra de sombras arracimadas e inquietas. Las lecturas forzosamente se detuvieron y comenzaron pequeños cuchicheos por doquier. Alguien empezó a silbar bajito.
Aproveché para descalzarme, procurando controlar donde quedaban los zapatos, y el frío del suelo me alivió. Me sentí algo mejor físicamente, pero frustrada por la situación que no podía controlar. La perdida del control me molestaba mucho y quizá fue una de las causas de mi divorcio. Como a él le pasaba lo mismo y los dos no podíamos controlarlo todo, acabó como acabó. Sí, ahora me daba cuenta de que esa había sido una de las causas: no supimos compartir el mando, repartir las tareas, alternar el poder...
En aquella penumbra que reinaba, alguien se apretó contra mí y yo no eludí el contacto. Estaba muy cansada como para empujar o discutir con nadie y aquello no me mataría. Era un contacto humano, al fin y al cabo, y yo lo necesitaba. De repente, sentí una mano en la cintura y me sobresalté un poco, pero tampoco la aparté. Era una locura consentir aquello, pero me aliviaba sentir el deseo de aquella caricia que yo también deseaba. Alguien habló muy bajo detrás, pero no entendí lo que decía. Otra voz masculina afirmó y sentí otra mano, aún más osada, que súbitamente se me posó sobre el pecho derecho. En cualquier otra ocasión hubiese gritado, me hubiese zafado con violencia de aquel atentado a mi cuerpo, pero, en aquel anonimato, con aquel calor, solo quería más.
Mi cuerpo temblaba pero no hice más que volverme a coger del asidero. Aun así, las manos siguieron sobre mí, arrastradas por mi movimiento. Oí a una joven cercana soltar un pequeño gemido y solté un pequeña y breve risa de satisfacción. ¡Nos estábamos volviendo locos en aquel vagón!.
La mano de la cintura, sin prisa pero sin pausa descendió a mi cadera y la otra oprimió un poco el seno que dominaba. Yo también gemí y me pareció que todos me habían oído. Seguramente mi cara estaría colorada, pero nadie podía verlo. Era yo la que estaba loca dejándome sobar a obscuras por dos desconocidos. Pero no era la única: por los movimientos de unas sombras y los sonidos quedos, me pareció que alguien hacia el amor con la joven que escuché antes. Algo más allá, un hombre blasfemó de placer. ¡Dios aquello era una orgía en pleno metro!.
Unos dedos, que entraron por la abertura de la falda, acariciaron mis bragas entre las piernas y sentí una oleada de calor que desde allí ascendía con rapidez. La otra mano había entrado bajo mi jersey y ascendía suave sobre mi piel hechizada. Justo cuando los dedos entraban bajo el sujetador, un tirón del cabello inclinó mi cabeza hacia atrás y sentí unos labios dulces sobre los míos. No quería pensar en lo que hacía, tan solo rogaba para que no pararan, para que aquellos desconocidos siguieran buscando su placer en mi cuerpo. La excitación alcanzó un grado insoportable cuando los dedos rozaron mi pezón. Mi lengua entró en aquella boca extraña y agradable que sabía a tabaco y caramelo de menta. El otro hombre estaba acariciándome suave en mi parte más sensible y presentí cercano el orgasmo.
Alguien, frente a mí, quizá viendo más de lo que yo hubiese querido, se acercó y me besó en el cuello. Sin pausa se agachó y noté como sus manos subían por mis piernas. Absurdamente, temí más por el encuentro de las manos de los dos hombres que por lo que aquellas me harían. El nuevo tiró de mis bragas las dejó a la altura de mis rodillas. Mientras, mi boca seguía unida a la del desconocido que comenzó a acariciarme el rostro y el pelo. Una mujer, al fondo del vagón, chilló, pero me sonó a final, a culminación agradecida. Mi mente sonrió al pensar en aquella Sodoma en el metropolitano, pero luego se perdió en una sensación creciente que casi tenía olvidada. Como una explosión, el orgasmo estalló en todo mi ser y las pequeñas convulsiones no detuvieron las manos que me exploraban. Sentí que las caricias se volvían más frenéticas, el beso aun más profundo e intenso. Ellos también estaban muy excitados y todo pareció acelerarse.
El vagón de repente se movió y todas las manos y la boca se separaron de improviso. Puede mantenerme en pie por muy poco, pero algunos golpes me revelaron que hubo quien no tuvo tanta suerte. El viaje continuaba con una aceleración creciente. Menos mal que fue entonces, porque hubiese podido asesinar si me hubiese quedado a medias, con lo caliente que había estado. Suspiré con alivio y me arreglé tan rápido como pude. Subí de nuevo a los zapatos, que encontré tanteando con los pies. Segundos después volvió la luz y pude ver un espectáculo fascinante: todos los viajeros recomponían sus ropas. Faldas que se abrochaban luchando con el traqueteo, pantalones que subían en difíciles equilibrios, blusas que se abotonaban de cualquier manera... Una lluvia de disimulo, de miradas esquivas, cayo sobre cada uno. Acerté a descubrir algún sonrojo, alguna mirada cómplice y muchas sonrisas pícaras de satisfacción. Busqué tras de mí a mis amantes secretos, pero todo eran espaldas masculinas avergonzadas. No me pareció muy correcto empezar a preguntar: “¿usted me ha metido mano hace un momento?”. El hombre de delante corrió al volver la claridad y se escondió entre otros viajeros. Durante un breve instante, dudé de que todo hubiese sido un sueño, pero cierta y pequeña humedad en mi sexo me decía que no.
Cuando llegamos a la siguiente estación, aún había prendas que ajustar y algunos sacudían las vestimentas, como queriendo borrar con ello lo sucedido. Nadie miraba a nadie y los carteles publicitarios sobre ventanas y puertas parecían llamar más la atención. Los que esperaban en el anden hubiesen jurado que los pasajeros de aquel vagón eran los seres más angélicos de la tierra: tales eran los rostros de inocencia y bondad que teníamos.
Salí fuera y miré mi reflejo en el cristal de un anuncio de champú. Prácticamente perfecta. Un poco más despeinada tal vez. Alisé unas arrugas de la falda, bajé el suéter y me acerqué a las escaleras.
En ese momento, la joven de negro pasó a mi lado y mirándome me guiñó un ojo. Las dos compartíamos un secreto. Se la veía feliz, resplandeciente, como si hubiese acabado de hacer el amor.
Supongo que mi cara expresaba algo muy parecido.
(Publicado el 13/02/2006).
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