domingo, 3 de marzo de 2013

La Verdad de los Espejos


Ilustración de John Tenniel para "A través del espejo y lo que Alicia encontró allí" de Lewis Carroll.


Recuerdo que todo empezó cuando, tras salir de la negrura, me encontré tumbado al pie de la escalera. Me incorporé y, aturdido, sentí un dolor agudo cerca de la coronilla y algo espeso y caliente que se deslizaba desde allí, por mi nuca, hasta la espalda. Me toqué en aquel punto y confirmé, con pánico, que era sangre. Ya de pie, intenté sofocar la hemorragia con un pañuelo que empapé pronto.

Aún mareado, fui hasta el baño para buscar vendas y algún antiséptico. Mi imagen en el espejo me asustó: la sangre, muy roja, me manchaba el pelo, la cara, las manos y el cuello y seguro que mis hombros y espalda. Abrí el botiquín y cogí gasas, vendas y agua oxigenada. Como pude, e intentando compensar la inversión de la imagen en el reflejo, me cubrí la herida y acabé con una especie de ridículo turbante de herido novato. Allí me veía con la cara recién lavada, el pelo mojado y revuelto y aquella venda cubriéndome parte de la frente. ¡Menudo golpe me había dado!. Sé que tropecé en el tercer o cuarto escalón y después, tras rodar por la escalera abajo, nada. Quizá debí estar unos minutos inconsciente, aunque no pude precisar más. Miré el reloj y no llegué a calcular cuando me había caído. Tal vez sobre las siete y...

Algo no estaba bien y había detenido mi pensamiento. Me toqué la boca y no noté aquella sonrisa que veía en el espejo. Forcé una mueca de disgusto, ¡pero la imagen seguía sonriendo!. Sobresaltado di un paso atrás, pero no así mi copia en el armario del botiquín. Seguro que era por el golpe... aquello no estaba sucediendo. ¡No podía estar sucediendo!. Me froté los ojos y los restos del desinfectante de mis manos me abrasaron. Entonces oí la risa: oí mi propia risa sin que yo la hubiese emitido. Rápidamente me lavé los escocidos ojos con abundante agua y salí del baño tropezando a ciegas.

Me senté en el sofá y me prometí llamar al médico en cuanto recuperase totalmente la visión, aún borrosa. Seguro que tenía un edema cerebral y en pocos minutos moriría, pensé. Controla el pánico y pide ayuda. ¿Me debo mover con una fractura en la cabeza?... Decidí que no me podía quedar allí y que si telefoneaba quizá la ambulancia llegase tarde... Me levanté y salí al recibidor para mirarme en el espejo de la entrada. Allí estaba mi imagen idéntica a mí. Habría sido una alucinación producida por la caída. Mi cara aparecía seria y un leve moratón surgía en mi mejilla derecha. Me toqué la magulladura y descubrí el nuevo dolor que amanecía.

-¡Vaya golpe que te has dado!.- dijo de pronto mi imagen, tocándose la mejilla.

Estaba claro que tenía una grave lesión cerebral. Cogí las llaves de la casa y corrí a la cercana puerta.

-¿Qué te pasa?... ¿por qué huyes?....- fue lo último que oí antes de cerrar de un portazo.

En el hospital, pasaron cuatro horas mientras me curaron las heridas (incluso un golpe en la rodilla izquierda que yo no había notado aún), me radiografiaron, me escanearon, me extrajeron sangre, etc. Después, el médico de urgencias determinó que, salvo la impresión del impacto, algunas magulladuras y la pequeña herida en el cuero cabelludo, no tenía nada grave. Le comenté la alucinación de los espejos y me recomendó permanecer cuarenta y ocho horas ingresado en observación.

La habitación era individual y me sentí cómodo sobre aquella cama de sábanas impolutas y bajo la luz suave que caía de los bordes del falso techo. Por la ventana, se veía la ciudad encendiendo sus luces para la noche que llegaba. Las parpadeantes señalizaciones de un avión cruzaron la oscuridad que se espesaba por minutos. Nada se oía del exterior tras el doble acristalamiento. Dentro la temperatura era agradable; quizá un poco alta. Fuera, los peatones se resguardaban en sus abrigos de una noche, al parecer, muy fría. Una estrella apareció junto al marco, cerca de la taquilla donde debía estar mi ropa.

La enfermera, una morena bajita y atractiva, entró y, con una sonrisa rutinaria pero reconfortante, me dio un termómetro que puse bajo la axila izquierda. Me sentía mucho mejor y más tranquilo. Todo estaba bajo control y el accidente se había quedado en un susto y una paranoia transitoria. El médico me había explicado que lo de las imágenes podía deberse al pánico y la ansiedad del percance, aumentado por el susto y la visión de la sangre, y me aseguró que, tras unas horas de descanso y sueño, pronto volvería a la normalidad.

En mi reloj de pulsera eran las cuatro y veinte cuando me desperté para orinar. Un poco desorientado, encendí la luz que había sobre la cama y con cuidado entré en el pequeño aseo de la habitación. A tientas busqué el interruptor, encendí la luz y me vi en el espejo que había sobre el lavabo. Me sonreí por la tontería de la tarde. Mi propia imagen hablándome... ¡qué tontería...!. De pronto el otro, el del espejo, comenzó a reír a carcajadas y un escalofrío de terror me recorrió por entero. Allí estaba mirando aterrorizado una imagen mía riendo y con los ojos cerrados. Esa risa que me resultaba horrible cesó de repente y el otro me miró fijamente y dijo:

- Definitivamente ha sido un buen golpe.- y volvió a reír.

Yo sabía que aquellas risotadas atraerían la atención de las enfermeras del turno de noche en el silencio reinante, pero extrañamente nadie acudía. Tenía que ganar tiempo. Entender que estaba sucediendo. ¿Era una alucinación, un sueño?.

- ¿Qué, sorprendido de que te hable?.- dijo el otro mirándome divertido.
- No, puede ser... estoy soñando... seguro.- dije en voz alta.- O me estoy volviendo loco...
- Habla más bajo o despertarás a toda la planta.- me advirtió la imagen, ya más seria.
- Pero... yo... o sea tú... No es posible. Debo....- y de repente, sin saber porque, tal vez por el puro espanto, y sin poder contenerme, comencé a gritar, a pleno pulmón, mientras el del espejo, el otro, volvía a reír. Sentía que la cabeza se me iba; me sujete con ambas manos al lavabo; la luz pareció amarillear o incluso parpadear. Seguí gritando y gritando...

La puerta se abrió y las luces principales de la habitación se encendieron. Una enfermera y un médico entraron precipitadamente en el baño y me sujetaron por los brazos. Una mano me tapó la boca y vi horrorizado como ellos, la enfermera de pelo blanco y el joven doctor con ojeras, ¡¡NO SE REFLEJABAN EN EL ESPEJO!!. En la imagen, dentro del espejo, estaba yo solo, sujetándome el rostro con las manos y seguía riendo. Entró otra enfermera, joven y con gafas, en el baño y, entre los tres, me arrastraron a la cama, mientras aún me amordazaba el doctor con aquella mano que olía a jabón y a tabaco. El galeno se aproximó a mi oído izquierdo y susurró:

- Si no se calma, tendremos que amordazarle y atarle a la cama.- Y retiró su mano unos centímetros de mi boca.
- Pero el espejo... yo....- imploré.
- Más bajo, por favor.- rogó una de las mujeres.
- Yo....- No sabía como explicar. Estaba seguro de que me creerían loco y me atarían y...
- Por favor, Ángela, una pequeña dosis de valium.- recomendó el joven.

La enfermera de gruesas gafas salió y volvió tras unos instantes y me inyectó algo en el brazo, mientras la otra y el joven me sujetaban con fuerza contra el lecho. Tras aconsejarme que respirara hondo y al notar que había dejado de forcejear, me soltaron.
- Dígame ahora qué le ocurre.- me preguntó él.
- En el aseo, en el espejo... - dije entre balbuceos – Mi imagen me hablaba... y ustedes no estaban... ¿no lo entienden?. ¡NO ESTABAN!...

El médico volvió a amenazarme con la mordaza si seguía elevando la voz y bajando el volumen, sopesando las palabras, les expliqué lo que me había ocurrido desde la caída. Sus miradas pasaron de la sorpresa inicial a una mirada de triste comprensión al final del relato. Sabía que no me creían y pedí que comprobasen el espejo del lavabo. Ante mi insistencia, la enfermera del pelo blanco entró y al volver nos dijo a los tres que todo era normal. Para concluir, el doctor añadió que el psiquiatra me visitaría por la mañana a primera hora, a petición suya. La enfermera de las gafas escribió algo en un cuadernillo. Entre amenazas y amabilidades, se despidieron y me quedé allí mirando al techo, mientras el sedante me hacía efecto poco a poco. A mi pesar, y aunque habían dejado la luz encendida, me quedé pronto dormido.

Alguien me agitaba y me sacó de un profundo sueño vació y blanco. Ante mí, surgida como un bello ángel, una joven con bata blanca me sonreía mientras sus manos movían mis hombros. Era la psiquiatra que me preguntó por lo sucedido desde que recuperé la conciencia al pie de las escaleras. También se interesó por los accidentes de mi niñez, las relaciones con mis padres y compañeros de trabajo, mis conflictos con mis jefes... Me hizo también algunas pequeñas pruebas de lenguaje y cálculo sencillo y me miró los ojos, muy de cerca, con una linternita con forma de bolígrafo. El peso de sus pechos sobre mí, me arrancó una sonrisa y ella adivinando el motivo se excusó. Me pidió que me levantara y comprobó mi coordinación, mis reflejos y equilibrio. Concluyó que no me encontraba, aparentemente, nada grave y me citó para un encefalograma esa misma mañana. Aunque casi lo consigo, no acerté a leer el nombre que figuraba en su identificación. Tal vez, cuando saliera del hospital querría tomar un café conmigo. Ya lo averiguaría.

Tras la salida de la atractiva doctora, entró una camarera con un desayuno más bien frugal, que devoré con avidez.

Cuando un rato después sentí deseos de entrar al servicio, sin querer empecé a sudar. Ajena a mis temores, una empleada fregaba el suelo de la habitación con un detergente que olía a amoniaco. Tarareaba entre dientes una canción de moda. Media hora después, muy asustado y urgido por una dolorida vejiga, entré en el baño a oscuras. No quería mirar al espejo y oriné en la penumbra que entraba por la puerta, que había dejado abierta adrede.

- ¿Te encuentras mejor?.- dijeron a mi espalda.

Creyendo que era el doctor de la noche o uno nuevo de la mañana, me volví y con un pánico creciente no vi a nadie.

- No te asustes y cierra la puerta o te encerraran por loco si te ven hablando solo.- dijo mi propia voz saliendo del espejo. Una imagen oscura, una sombra señaló la puerta. Temblando, encendí la luz y cerré la puerta. Allí estaba yo mismo, pero más sonriente y tranquilo de lo que me sentía. Estudié a fondo la imagen y no cabía duda de que era yo mismo, con la barba incipiente, el nuevo vendaje profesional en la cabeza, el pijama del hospital con el nombre de la institución bordado en rojo en el bolsillo... pero sin que el reflejo, como siempre lo había hecho, me imitase en lo más mínimo.

- Pero... ¿por qué?.- me atreví a preguntar.
- No lo sé.- respondió el otro.- Quizá el golpe te permite ver este lado.
- ¿Qué... qué lado... de qué demonios hablas?.
- Sí, este lado del espejo. El otro lado....- me dije desde allí.
- Pero no puede ser. Tú no existes... eres fruto de mi imaginación... por el golpe... sí....- apunté como hipótesis, intentando convencerme a mi mismo, tratando de encontrar un sentido a todo aquello.- Solo eres mi reflejo, mi copia, no eres más que una copia de mí. Deberías imitar lo que hago.

Lo que me respondió me dejó aturdido, me heló la sangre en segundos:

- ¿Y POR QUÉ CREES QUE TÚ ERES LA IMAGEN REAL?.- me sonrió mi propio rostro.- QUIZÁ TE EQUIVOQUES Y ERES TÚ MI REFLEJO.

Y tras decir esto se llevó la mano a la mejilla y se tocó el cardenal que había crecido durante la noche. Sin querer y como si fuertes hilos tiraran de mi mano, yo también me acaricie la mejilla unos segundos después de la imagen. El otro se acarició la mandíbula y dijo algo de afeitarse y yo le imité, impulsado por una fuerza irresistible. Intenté decir algo pero las palabras se ahogaron en mi garganta cuando en el espejo apareció una enfermera que habló con mi otro yo.

Aterrado comprobé como, a mi lado, no había nadie... Intenté gritar, intenté gritar pero no pude: solo podía seguir los gestos del otro. El yo del espejo.

(Publicado el 6/02/2006).

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