viernes, 1 de marzo de 2013

La insoportable levedad del no ser

Es curioso pero en todo el tiempo que llevo en este mundo, que es bastante, he conocido a muchas personas que se sienten solas. Y digo que es curioso porque se supone que si unos que se sienten solos conocieran, hablaran, se relacionaran con otros que se sienten solos quizá la cantidad total de solitarios bajaría.
La verdad es que es triste, porque muchos nos sentimos solos incluso en momentos en los que estamos rodeados de gente. A los/las que os sucede, lo entendéis... y quizá, lo que es peor: todos lo hemos sentido alguna vez.
Estoy convencido, aunque es una teoría personal, de que hay una soledad última, intrínseca al ser humano que es imposible de eliminar. Esa que llega, por ejemplo, en una noche, a las cuatro de la mañana, cuando por lo que sea no podemos dormir y hay o no hay nadie más en la cama contigo.
Es ese momento en el que, de repente, como si constataras una verdad ineludible te dices: "que solo/a me siento".
Lo mismo son figuraciones mías y solo me pasa a mi... pero no lo creo.
A parte de esta soledad especial y que, al menos en esos instantes, es inevitable, existe otra más liviana y eludible que sienten muchos/as. Pero esa tiene un remedio. Una solución arriesgada pero eficaz, una solución que entraña peligro, pero que es la única para esa clase de soledad: abrir nuestra mente, nuestra alma a alguien... y esperar, rogar para que esa persona no nos destroce, una vez más.
Porque la otra opción, que es ir viviendo como se puede, arrastrando ese grillete insufrible, no es justa ni para uno mismo ni para los demás. No lo es, para uno mismo, porque entraña una renuncia, una rendición, que en realidad nos hunde más y más en nosotros mismos y nos hace desagradables a nuestros propios ojos. No lo es, para los demás, porque es privarles de las maravillas que todos llevamos dentro, de esa persona encantadora que podemos ser.
Todavía habrá alguien que argumente que vive solo/a tan ricamente. Que es plenamente dichoso/a con su vida en solitario. El problema es que cuando estamos en casa de nuevo con nuestra soledad (esta, la liviana, la corriente, la que no es tan interior), cuando nadie nos ve, nos admitimos que no, que no es cierto, que hemos mentido como perros/as y que no estamos a gusto solos/as. Porque digámoslo con valentía: somos seres sociales y nos encanta compartir. Nos sabe mejor el vino, la película, esa canción, el estofado de ternera, la experiencia sexual si la compartimos con otro/a...
Según esta hipótesis loca que se me acaba de ocurrir, siempre será mejor bajar al bar de la esquina a tomarse un café y mirar por la ventana como pasan los peatones, que estar sentado/a leyendo las tonterías que dice un tio en un blog de Internet. Al menos, las probabilidades de conocer a alguien, se disparan. Y no es una crítica a este medio que ahora mismo utilizo y mediante el que se puede conocer a gente encantadora (o no, como en la vida real), si no una apuesta por las miradas, las sonrisas, la próximidad física que dice mucho de la gente y que por la Red de Redes cuesta mucho comunicar. Se han inventado esos monigotes que sonrien o lloran o guiñan un ojo y que llaman "emoticones", pero todos sabemos que no es suficiente.
Sé que es difícil, que hay que echarle mucho valor en algunas circunstancias, pero creo que siempre es bueno volverlo a intentar.

En el peor de los casos, habremos vivido.

(Publicado el 2/11/2005)

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