viernes, 1 de abril de 2016

Metropolitano

Los edificios enladrillados chillaban blancos de sol, en la claridad del verano, cuando me acerqué a Tetuán.  Un cielo desierto, sin nubes, anunciaba una tarde inmensamente canicular. Espejismos de calor brillaban en las aceras distantes cuando comprobé la hora en el reloj, sincronizado con el teléfono móvil. El fuego denso que barría las calles, con movimientos sinuosos y pesados, escondía a los humanos en los huecos de los bares, los museos, los portales, las entradas del Metro. Bajé rápida, distraída apenas por las portadas de las revistas del quiosco (donde mi propio reflejo adulaba mis vaqueros falsamente desgastados y mi camisa roja, ceñida y escotada). Corrieron hacia arriba los escalones con la seguridad del paso de mis nuevas zapatillas deportivas. Acostumbrada, esquivé hábil a los que subían con la corriente fría que respiraban los túneles. 
Los viajeros que terminaban el trayecto subterráneo parecían demorarse en las profundidades: aquí frente a un anuncio de una agencia de viajes, allá hojeando perezosos un periódico, más allá consultando el móvil… sin duda, retrasando la salida al calor asfixiante de las calles. Terminé el refresco y encesté la lata en una papelera, a medio metro, con la satisfacción y la sonrisa de una baloncestista vencedora. Nadie parecía haber visto mi hazaña deportiva y esperé en vano vítores y aplausos. Un grupo de músicos callejeros se situaron en el pasillo, a pocos metros de la desembocadura en el anden. Repasé mi maquillaje en un espejito de bolsillo. Perfecta. Electrónicos letreros recalculaban las llegadas, las partidas, los trayectos y fijaban los tiempos de las vidas, los trabajos, los ocios… Pronto estaría en Sol y tiempo después en la reunión. Una reunión urgente e imprevista, convocada por el idiota de mi jefe y sus arrebatos pre-vacacionales. Me acerqué, con precaución, al borde abismal y leí, deprisa y ligeramente, en el celular, una opinión, un tanto ingenua, de un político sobre la situación de la nación. En el negro intestino de la bestia, un silbido neumático, lejano, anunció la inminente llegada del tren y guardé el dispositivo electrónico y portátil en mi bolso negro, pequeño y de gran marca.
Como si fuera imposible que se detuviera en la estación, el enorme gusano metálico con cabeza de pájaro salió disparado de las tinieblas y se paró con precisión, desafiando casi las leyes de la inercia, y las puertas vomitaron personas absortas y con prisas. Había como una danza rápida, mecánica y militar: disparo, llegada, parada y puertas que se abrían, gente que entraba, puertas que se cerraban y huida. Así, mil veces repetida. Tarareé el “Money” de Pink Floyd. Pero en ese momento, entré en el baile y mis codos me crearon espacio  entre el gentío, como paraguas de Cortázar, y, rápida, ocupé, antes que el joven de la tabla de skate - sonrío un poco triste - un asiento junto a la puerta. Los vencedores de las justas se removieron felices en las sillas de plástico azul. Los vencidos, permanecían en pie agarrando, con los pies ligeramente separados, los tubos amarillo-anaranjado y esperaban el tirón de la partida. Algunos se colocaron auriculares blancos o negros.
Del anden, llegó una melodía andina muy famosa y los ociosos canturrearon, entre dientes, para disgusto mudo y general de los que intentábamos volver a las lecturas. Una mujer de color intentaba acomodarse, con su vientre de madre inminente, sujetando cerca de sus pies un carrito de la compra, a cuadros escoceses, abarrotado a punto de parto. Un ejecutivo relamido, que supuse venido a menos al usar el metropolitano - tal vez el flamante BMW de leasing pasaba una carísima y rutinaria revisión -, leía cotizaciones en El País del día. Y llegó el tirón de la partida y todos fuimos como una ola humana proyectada en los tubos enormes de neones infinitos. Cerré los ojos y me dejé acunar por el movimiento de suave vaivén, con el cansancio de un día demasiado largo y caluroso.
Un instante después, cuando abrí los ojos, todo había cambiado. Estábamos llegando a Estrecho sí, pero la gente, la ropa, el vagón ya no eran los mismos. Fue como un mazazo ilógico en todos los sentidos a un tiempo. Mi camiseta roja, era ahora una blusa blanco perla, amplia y planchada, y la tenía abotonada hasta el cuello. Mis jeans se habían convertido en una falda plisada a juego y las deportivas en unos tacones como de charol negro. Mi larga melena suelta,  antes, formaba, ahora, un moño, armado con laca y con horquillas, incomodo sobre mi cabeza y mis ojos no creían lo que veían. Mi bolso era  más grande y diferente y comprobé que me faltaban muchas de mis cosas. El teléfono entre ellas. El joven del los piercings y la tabla con ruedas - sustituida por una carpeta de gomas, azul y formal  - aparecía pulcramente acicalado, con un rapado militar y sin rastro de la barba, de los vaqueros rotos y la camiseta de Public Enemy. Así, todos los pasajeros estaban vestidos como si fuesen a rodar una escena de no sé que época pasada. El periódico que sostenía el ejecutivo era “El mono azul” y parecía no importarle en absoluto el cambio. 
Cuando el transporte se detuvo, me levanté y salí al anden. Ante mi asombro, mucha gente, sucia y asustada, ocupaba el suelo junto a las paredes curvadas, sobre mantas grises y raídas. Un murmullo inquieto rebotaba por el obscuro espacio que olía a sudor rancio y humedad. Miré mi  muñeca y con pasmo descubrí un antiguo reloj Longines, con números romanos, en el que apenas habían pasado unos minutos. Giré la cabeza, un instante, para deshacerme de aquella pesadilla demencial y un ruido sordo y profundo, cayendo del cielo abovedado, tembló el gris de los muros y algunos azulejos, mal sujetos, se estrellaron, como vidrios, contra el suelo obscuro. Entre los cuerpos cansados y tristes, busqué la salida a las escaleras pero el paso estaba vedado por un joven armado. “¿No querrá salir en mitad de un bombardeo?”, me dijo con una naturalidad aterradora. Sentí la sangre congelándose en mi nuca y una serpiente de miedo y púas deslizándose, hacia abajo, por mi espalda. 
Me apoyé en la pared, exhausta, en un pequeño hueco entre una anciana enlutada y un estraperlista que vendía chocolatinas y bolsas de peladillas blancas. Otro estruendo más lejano y un temblor más ligero me hablaron, entonces sí, de bombas que caían. Yo misma temblaba de puro pavor e intentaba comprender como había podido llegar a ese lugar… o más bien, como podía haber llegado a ese momento. La muchedumbre se agitaba y gemía con cada explosión y el miedo era como un inmundo golem gris que paseaba lento y pesado entre los cuerpos aterrados. Algunos niños lloraban, otros reían y jugaban indiferentes y los adultos hablaban en voz baja como para no atraer a la muerte que caía. 
El metro llegó, ignorándolo todo, con un traqueteo que sentí lento y perezoso, acostumbrada a las velocidades de mi tiempo. Corrí al interior del vagón y me vi rodeada de ataúdes. Una mujer solitaria, armada con un fusil, desde el fondo, me gritó “en este no” y salí para entrar en el coche siguiente.
Cuando el tren comenzó su marcha, alcancé a ver el rotulo romboide en la pared con la palabra “Metro". Su color rojo y azul no había cambiado con los años. Tal vez, sutilmente, la tipografía.
Llegamos a Alvarado y nos detuvimos de nuevo. Idéntico paisaje de cuerpos y miserias, de llantos y risas, de miedos y más miedos. No me moví y me quedé atónita observando aquellos rostros de hambre y resignación que, apenas sin moverse, anegaban la estación y el pasillo que se perdía en la obscuridad de la distancia, alumbrado escasamente por bombillas temblorosas. Era muy extraño que los pasajeros parecieran relativamente tranquilos y acostumbrados. Mientras reiniciábamos la marcha, le pregunté la fecha a una pecosa joven cercana y, cuando le dije “no, no, el año…”, me miró como si viese a una loca recién fugada de algún sanatorio mental. “1937”, respondió para mi asombro.
Atrás quedaron Cuatro Caminos, Ríos Rosas, Iglesia y Chamberí mientras sentía mi cabeza borracha de sentimientos y sensaciones. Todas fotocopias que solo se diferenciaban en los nombres. Las mismas caras, los mismos lamentos mudos, la misma hambre y tristeza. Así fue… es la guerra. Así de horrible y miserable, así de sucia y negra, apestosa y humillante. Nunca antes lo había pensado. Vivía mi  ligero presente ignorante, blanco e inocente, ajena a recuerdos que no eran míos, sucesos que afectaron a otros que no eran, que no son yo. Pero en aquel momento, en aquel vagón tembloroso y destartalado, abarrotado de gente hundida en el horror por la avaricia y las armas, me sentí responsable. Responsable como especie, como persona, como ciudadana. Sabiendo que en el tiempo bélico en el que estaba, seguramente, esperaba, en secreto, que los otros entraran victoriosos en la ciudad sitiada. Mi ropa me hablaba de cierta clase acomodada. Mis padres habían vivido en el barrio que nunca se bombardeaba y tenían unas ideas muy claras y terribles de todo aquello que sucedió - sucede -. En mi colegio, todo fue victoria y misas de domingo y de los perdedores no teníamos ni recuerdo. Debían vivir en otras ciudades, en otros países, porque todos nosotros éramos felices y como debíamos de ser. La guerra había sucedido hacía tanto que era ajena y distante como el Diluvio y ninguna de mis amigas, nacidas, como yo, años después, teníamos huellas de aquel tiempo. Pero ahora, de alguna manera, había vuelto a aquel, a este tiempo de sangre derramada…
Me senté en el suelo, agotada, sin importarme que la falda se manchara con aquel poso asqueroso de ceniza que parecía cubrirlo todo y a todos. Por las puertas que se abrían, pude ver como pasaron Bilbao y Tribunal y un señor muy delgado y de barba blanca - me recordó a Alonso Quijano -  preguntó que si me encontraba bien. Al llegar a Gran Vía, volví a salir y sentí la estación algo más tranquila, no tan atestada. Subí las escaleras, entre el torrente humano, y descubrí la antigua ciudad. Madrid era un horizonte borroso de un cielo emborronado. Las grandes columnas de humo subrayaban, verticales, el bombardeo reciente y, por doquier, aullaban las sirenas que iban y venían. Cerca, en el centro de un semicírculo de sacos terreros, un cañón antiaéreo parecía esperar a los malditos aviones que ya se habían marchado. La gente, sin prisa, parecía volver a sus ocupaciones. Pasó un carro lento cargado con toneles, arrastrado por una mula cansada y azuzada por un moreno agitanado. Cantaba coplas que mi abuela conoció. Unas niñas con coletas jugaban a la comba cerca de un portal, con su propia melodía repetitiva y acrobática, y dos pisos más arriba, en un balcón, una señora enrulada azotaba con ganas una alfombra polvorienta. La calle se volvía a poblar tras el ataque y la ciudad resucitaba de las cenizas como el pájaro mitológico y eterno. A pesar de las huellas del combate, allí un enorme socavón, más allá unos restos de cornisa, aquí arena derramada, todo era bullicio y una alegría de estar vivo que no llegaba a entender del todo. Era mirar una postal antigua, como en sepia, pero animada y palpitante. Vi mi reflejo de señorita bien en un escaparate, mi imagen de secretaria de Mad Men nacida en el barrio de Salamanca.

Apretando fuertemente el bolso contra mi pecho - noté la presión del cierre afilado -, volví a las profundidades sin saber realmente para qué. Ridículamente pensé en mi reunión y decidí terminar, como fuera, mi viaje.
Pagué con una leve sonrisa los céntimos que la taquillera me pidió y esperé la llegada perdiendo los minutos en la publicidad de las paredes. Todo era ingenuo y casi infantil, con nombres muy españoles y ecos milagrosos. Destacaban los llamamientos a la defensa y a las armas, las advertencias y las proclamas, decorados con tonos intensos donde abundaba el color rojo y siglas que desconocía.
Entré en un vagón, comprobando que no era para muertos, y me sujeté firmemente a la barra metálica cuando partimos hacia Sol. Un caballero me cedió su sitio con una sonrisa y suspiré aliviada. Cerré los ojos de nuevo esperando que todo fuera una pesadilla, que me hubiese quedado dormida y que todo hubiese sido un mal, malísimo sueño.

Y así pareció ser porque, cuando abrí de nuevo los ojos, todo era mi tiempo. La clara luz de los fluorescentes reinaba otra vez por el impoluto vagón, descendiendo sobre limpios e inocentes ciudadanos ajenos a mis delirios temporales. Mi ropa era de nuevo la que correspondía, mi peinado, mi bolso con su tecnología… todo era como debía ser. Respiré profundamente  nada más salir a la estación, aliviada, sintiendo que había vuelto a casa. Subí a la calle y bajé hacia Gran Vía caminando sin prisas entre personas del siglo XXI que corrían sin saber de sus destinos. Y todo era maravilloso: los coches, los grupos de jóvenes ruidosos, los anuncios cibernéticos, la chica de pelo azul cobalto… 


Comería en algún bar y pasaría una estupenda tarde en el Retiro. Estaba decidido.

3 comentarios:

  1. Un Maravilloso cuento, cielo... creo que sólo vemos el horror de la guerra desde lejos, como si nunca nos fuera a alcanzar, como si eso nada más pasara en lugares distantes, deseando que así sea siempre, porque intuimos someramente lo terrible y devastador que puede ser.

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