lunes, 28 de marzo de 2016

Falta




     Volví triste, sobre mis pasos viejos, aún con el olor de la tierra removida por el entierro de Inés. La casa estaba más vacía, más desolada, como si la vida entre esas paredes se hubiese ido con ella para siempre. Me dejé caer en el sillón del salón y agité el hielo que flotaba, indolente, en el vaso de whisky. Aún, si me quedaba muy quieto, podía oír los rumores de los quehaceres de ella en la cocina, el canturreo de aquella copla que la fascinaba. Aún flotaba en el aire la presencia, fresca y obscura a la vez, de su perfume leve. Aún resonaban sus pasos por la casa vacía y muerta.
Enredado en la maraña gris de su presencia ausente, mis ojos extraviados se posaron en la pared norte, entre el gran reloj de pared y la esquina doblada. Percibí, por primera vez, la huella de un cuadro que no estaba. Sobre el sucio papel pintado, la marca de un vacío rectangular que señalaba la falta de un cuadro que no recordaba. Bebí un pequeño sorbo, arqueé una ceja y encendiendo un cigarrillo, de forma casi maquinal e inconsciente, traté de hacer memoria. En el salón estaba el Magritte, de toda la vida, con su tren ingrávido de deshollinador juguetón; la avenida madrileña de Antonio López, que se perdía en la bruma contaminada de la capital amada y odiada a un tiempo; el retrato sonriente del viejo abuelo de Inés, con ese aire de marinero resfriado por el deambular constante por tabernas nocturnas… Estaban todos los que debían estar y que mi memoria situaba constante y seguramente en aquella habitación. Por tanto, ¿qué era aquel poso de inexistencia que revelaba el color original del papel pintado?. Traje a mi memoria los cambios de la decoración a través de los años y fue una exploración fallida y vana. Vi sillones entrar y salir, estanterías que surgían de las paredes, el televisor que surgió del suelo y que se modernizó, con retorcimiento de plástico y cristal, durante el paso del tiempo, una lámpara que aparecía, encendiéndose a intervalos brevemente, en la esquina opuesta, el transportista que nos trajo la gran caja con el equipo de música… Todo se ubicó en mis recuerdos, cada objeto, cada detalle en su lugar, en su momento más o menos preciso. Incluso volví a saber que el revistero de madera, el posapié forrado de cuero, la mesita auxiliar lacada en negro, eran ideas o compras de Inés y que el sillón orejero de color azabache, el aparato de radio de múltiples bandas y el posa pipas de ébano eran mis propuestas o adquisiciones.
Mi hermano, al que telefoneé, tampoco recordaba que cuadro ocupó aquel espacio y, preocupado por la absurda pregunta, sin duda fruto de mi dolor atroz, me sugirió dormir un poco.  “Déjala marchar, hermano”, acabó diciendo. Era realmente un sinsentido tratar de recordar con aquel cansancio ocre rojo que sentía y seguí el consejo.

La tarde llovía hojas doradas, sobre el suelo frío de las aceras, cuando desperté un tiempo después. Como si la proximidad pudiese solventar el misterio, miré muy de cerca la señal de lineas rectas en la pared y, con ojos perdidos, buceé de nuevo en las horas idas. ¿Una foto querida en un tiempo y odiada después,  quizá otra copia de una pintura admirada en principio y descolgada de puro hastío, un diploma que enorgullecía y que, más tarde, fue presuntuoso y prepotente?. Nada. No localizaba el sujeto de aquel predicado de polvo y olvido.
Bajé a interrogar a Eusebio, el portero que tantas veces había entrado en casa para solucionar algún descuido de Inés, alguna chapuza mía mal terminada, aquella tubería atascada que rebosaba el fregadero atestado de vajilla usada, aquel rodapiés rebelde que insistía en huir de la pared… Lo encontré, como siempre, viendo sus partidos de fútbol eternos que ya conocía de memoria con goles, que, de sabidos, festejaba ya a destiempo. Con su perenne colilla apagada en los labios y sus gafas redondas de miope, se frotó la cabeza intentando recordar. ¿Junto al reloj dice…?, no recuerdo… ¿No será el cuadro ese de la guitarra rara?, terminó rememorando el Juan Gris del dormitorio. No, no es ese.

Tras unas semanas lentas de añoranzas de Inés, lecturas fragmentarias, recuerdos olvidados entre sombras, comida recalentada, volví al trabajo sin impulso ni ganas. De vez en cuando, en los pequeños instantes entre tareas, volvía a mi aquella pared, como si fuese una ola viva de ladrillo que recorría la ciudad buscándome, y se plantaba ante mis ojos como un desafío, quieta, ligeramente amenazante, cortando absurdamente el despacho de trabajo y me dejaba un cubículo pequeño y agobiante. Tan solo algún compañero me sacaba, con la comprensión y suavidad de la perdida reciente, de mis ensueños con una ligera tos fingida o un chisteo débil.
En casa de nuevo, sentía que aquel espacio vacío me reclamaba como un interrogante ardiente deseando ser resuelto. Se me ocurrió entonces revisar las fotografías que yo mismo había hecho durante décadas a las habitaciones, a distintos objetos, creando bodegones, composiciones locas que mi creatividad imperiosa me dictaba. Repasé negativos de café aguado, diapositivas en cajitas fechadas, archivos incontables en discos duros, copias en papel combadas con los días…
Tres meses después del entierro sentí que el asunto se deslizaba por la peligrosa pendiente de la obsesión patológica. En sueños, una mano del color y textura del papel, con su brazo seguidor, surgía de la pared y me atrapaba el bajo de la chaqueta reclamando mi atención. Sentía el tirón en la ropa y el frenazo y la inercia detenida, el mismo terror me despertaba. No era raro, en esos días, que los primeros rayos de la mañana, entrando como láseres por las rendijas de la persiana, me encontraran sentado en la cama, con los ojos muy abiertos y asustado por las pesadillas.

Cuando volví al trabajo una jornada, el director de recursos humanos, alertado por algún compañero envidioso que aprovechó la circunstancias, me recomendó unos días de vacaciones con aquel aire entre paternal y suficiente de psiquiatra experto y, con gran acierto, para evitar un posible despido por baja productividad, tomé dos semanas de asueto. Volví a casa en un atardecer de marzo que parecía septiembre y entré agotado en la casa fría.
Oí, tras la frágil pared, el llanto persistente del bebé de los vecinos que parecía saludarme con el hambre habitual, exacta como un tren británico, de esa hora nocturna.
Me puse lentamente una copa y en silencio volví a mi sillón favorito. De nuevo mis pensamientos se desdibujaron en el fondo de un vaso dorado y frío mientras reposaba extraviado en un profundo lago de recuerdos negros. ¿Por que te habías ido Inés?. No sabes la falta que me haces, como anhelo de nuevo tu presencia, tu risa dibujando melodías por la casa, el roce de tus manos en las mías…

Alcé mi vista y miré de nuevo la famosa esquina. 

        Allí, como siempre, estaba aquella foto de  mi cara seria que a Inés tanto le gustaba.

viernes, 18 de marzo de 2016

El control de la cultura

Me parece importante que seamos conscientes de la situación actual que cualquier persona del mundo se encuentra, hoy en día, al intentar acceder a la cultura. El panorama es realmente desolador: si uno tiene dinero, ingresos sobrantes de la supervivencia básica - comida, ropa y refugio -, puede acceder a la cultura que unas corporaciones y colectivos le permitan con unas restricciones realmente voraces y perversas. Si tienes dinero para ello, si no, estás entre la multitud de seres humanos que no pueden “consumir” cultura y que por tanto no tienen derecho a ella. 
Y me explico con ejemplos sencillos. En la actualidad, uno podría pensar, en principio, que una obra como Don Quijote de la Mancha es - y debería ser - accesible a cualquier persona del mundo entero sin más limitación que su propia capacidad lectora. Pero no es cierto. Aunque los descendientes de Cervantes no estén reclamando derechos de autor, la copia, edición, traducción, etc. de esta obra sí que tienen derechos de propiedad intelectual. Alguien puede argumentar que gracias a internet este problema de acceso a tan magna obra sí que está garantizado, pero no olvidemos que estamos usando un equipo informático que en sí tiene un coste, una propiedad como obra tecnológica, y que además depende del acceso - o no - a la Internet. Aún así, con suerte, en una biblioteca de un pueblo asiático pongamos que sí, que hay un acceso gratuito y que se puede leer este libro de esa forma. Bien. ¿Es esta toda la cultura a la que la humanidad tiene derecho?. Parece que sí, que con la buena voluntad de algunas instituciones estas grandes obras y las similares - Shakespeare, Dickens, etc. - pueden ser disfrutadas por los seres humanos. Pero esa es toda la cultura que puede “gotear” a los pueblos que empiezan a poder a acceder a Internet, porque si damos apenas unos pasos hacia adelante o en otros ámbitos, el grifo se cierra para siempre. 
Concretando, nadie puede acceder a obras de Kafka, Vivaldi o los Beatles aunque lleven estos autores más de 100 o 200 o 500 años muertos. No porque la creación del libro o la partitura sean propiedad privada aún y no sean de acceso universal, si no porque cualquier edición de Kafka, concierto de Vivaldi o CD de los Beatles vuelve a privar ese uso y disfrute. Las multinacionales acaparan el uso en el tiempo y argumentan que sí, que realmente Beethoven es patrimonio de la humanidad, pero que los componentes de la orquesta, como interpretes tienen sus derechos - que es totalmente cierto - y por eso no se puede dar música de forma gratuita a los pueblos pues va en detrimento de los derechos de otros. Con lo cual, ¿qué nos encontramos?. Que todo es inaccesible y que solo la gente con gran poder adquisitivo tiene derecho a la cultura. Y esto, en los tiempos de Internet, es una situación muy grave que se mantiene en una especie de vacío legal que depende de la “cortesía” de las grandes corporaciones. Y me explico. Es cierto que hoy podemos ver y oír un concierto de música de Händel en YouTube… mientras la orquesta que interpreta, la discográfica, etc., no pida que retiren ese video. Esa especie de bondad divina y efímera no se refiere por supuesto a la música, el cine, la literatura si no al total de la cultura mundial. Las corporaciones, instituciones, colectivos en su avaricia y búsqueda del beneficio privatizan toda la cultura y la ponen solo al servicio de las clases que puedan pagarla y a los precios que ellas fijan. Pero creemos, a primera vista, que estas “migajas” de cultura son gratuitas sin tener en cuenta que para ver y oír un fragmento de una interpretación de 3 minutos de una sonata de Brahms, soportamos la publicidad de la página, pagamos por la compra del equipo informático, por el uso del proveedor a internet y el gasto de consumo eléctrico.

Esta rapiña, abuso, manipulación, explotación de los seres humanos ya está siendo señalada por muchas organizaciones, pero no tiene visos de que se vaya a terminar en un futuro cercano. No van a dejar de ganar dinero a paletadas porque nos parezca deleznable. Lo que me parece terrible es que los que elegimos como representantes, al servicio de los ciudadanos, les sigan el asqueroso juego. Señores, NO es legitimo comprar todo para siempre o caeremos en la aberración de la compañía que, teniendo el control del suministro del agua, impedía que se recogiera la lluvia.

sábado, 12 de marzo de 2016

Paso de los años

Atrás quedaron las infinitas noches
del sueño continuo y blanco.
Acechan ahora,
escondidos entre las hojas amarillas
del calendario,
esos lobos espinosos que gritan
a todas las lunas
cada noche.
El agua fría que baja y sube
por las venas,
las uñas que se clavan en la nuca
o en los vientres de falsos embarazos.
Ese grito apagado de los tendones
que te roba las juveniles y olvidadas
fuerzas
con las que el mundo todo
era tuyo.
Esa niebla arenosa que va borrando
firme, constante y aterradora
todo lo que fue
tu vida.

jueves, 10 de marzo de 2016

NÁYADE 2

Gotas que saltan y salpican
en un juego de agua juguetona,
bailes en el aire con canicas,
brisas frías que recitan.

Ensueños de plata
de Ravel y Liszt,
fuentes de Händel.

Los goteos y murmullos,
los chorros que dormitan
en burbujas que estallan,
con derivas.

Agua que sacia cantarina,
anhelada, cimbreante,
luminosa, palpitante,
eterna,
divina.

Surtidor de la risa
y de la vida
me trajiste a Fabiola,
mi ninfa.