martes, 5 de marzo de 2013

El Paso



El viaje fue largo y llovía cuando llegamos a la ciudad. Mi amigo me había convencido para que le acompañara a pasar la Semana Santa con él, en casa de sus padres, que estaban de excusión por los Pirineos.

La ciudad apareció sombría, tras la última curva, bajo el cielo ceniciento y triste. La montaña, que reinaba sobre la urbe, tenía pequeños jirones de niebla enredados entre los viejos edificios. Mientras conducía observé las casas pequeñas y blancas apiñadas en la ladera, los edificios modernos, más altos, rodeando la elevación, las torres de las iglesias sobresaliendo como cipreses en un bosque bajo de piedra y ladrillo. Entramos por una amplia avenida, casi colapsada por el tráfico, en dirección al centro. Las calles, a pesar del agua, rebosaban actividad y parecían ríos de paraguas. Gente que entraba y salía de comercios, bares y restaurantes. Técnicos y policías preparaban las procesiones de la tarde y la noche.

Aparcamos cerca de la casa y entramos en un bar para tomar unas cervezas. El dueño, que conocía a mi amigo, “desde que era un enano gamberro” según me dijo, comentó que la lluvia podía suspender muchos de los pasos. Muchos llevaban todo el año preparando los actos de esa semana y se esperaba que el tiempo mejorara.

Nunca fui amigo de las cuestiones religiosas y mucho menos de aquellos actos socio-folclóricos que para mi nada significaban. Un par de comentarios irónicos y varios parroquianos me miraron con odio.

- ¡Respeta, chaval, respeta... que aquí es algo serio!.- me advirtió el dueño con una mirada entre amenazadora e irónica.
Antonio, mi amigo, me pidió que dejase mi sorna para otro momento y apuró su vaso disgustado.

Ya en la calle me explicó que en la ciudad tenían, algunos, mucha devoción por las imágenes que yo decía que “sacaban a pasear”.

- Ten en cuenta que hay familias con generaciones de costaleros... Los que llevan las imágenes.- me explicó ante mi mirada extrañada- Para ellos es importante. Es solo que respetes sus creencias.

Yo seguía mirándole sin comprenderle del todo. No podía imaginar que para él todo aquel “montaje” pudiese significar algo. En la universidad jamás había dado muestras de ser un creyente. Desde pequeño siempre me habían parecido aquellas devociones pasatiempos de gentes supersticiosas, aunque estaba dispuesto a establecer una tregua... sobre todo porque era el invitado y me iba a pasar unos días viviendo de gorra.

La casa, un cuarto piso en un edificio muy viejo, era antigua y grande y pronto entendí algo más sobre la familia de Antonio. Un larguísimo pasillo distribuía las estancias a izquierda y derecha, como al azar, y en los primeros minutos me costó recordar donde estaba cada cuarto. En ninguna de las oscuras habitaciones faltaba un crucifijo o un retrato de la Virgen. Parecía que habíamos viajado a una casa señorial del siglo XIX, con aquellas cortinas enormes y el brasero bajo la mesa del comedor. Propietarios antiguos de tierras, las riquezas de otros tiempos aún se reflejaban en las enormes lámparas de cristal o en los enormes muebles y espejos. Sillones de piel desgastada; enormes librerías llenas de volúmenes polvorientos; vitrinas frágiles y acristaladas, repletas de vajillas finas y cuberterías que se me antojaron de plata; un piano de pared, con sus candelabros adosados, coronado por retratos familiares que en su mayoría habrían fallecido. La cocina, donde podíamos meter nuestro apartamento de estudiantes y todavía sobraría sitio, estaba presidida por una gran mesa y rodeada por electrodomésticos antiguos y modernos. Por todo el piso había cuadros que parecían muy viejos y armas y escudos militares. La cama de la habitación que ocuparía era un océano de algodón, con cabecero de sólido roble negro. Estaba seguro que más de un pariente de Antonio habría muerto en ese lecho.
El baño cercano, de azulejos blancos, parecía sacado de una película de terror con aquella bañera de patas y grifería dorada. De la cisterna elevada pendía una cadenita y un tirador: algo que no veía desde la infancia.

Antes de guardar la ropa de la mochila en el armario, abrí la ventana y comprobé que había dejado de llover. Un gato negro se rozó con el final de mis pantalones y lo alejé con un golpecillo del zapato: no me gustan los felinos y él lo comprendió en seguida y salió en busca de su amo. En el exterior, las aceras aún estaban mojadas, el asfalto brillaba con reflejos plateados y los transeúntes iban a sus comidas. Frente a mi mirador, se alzaba una iglesia pequeña y encalada de la que aún salían algunas viejecitas. ¡Que diferente me pareció aquella ciudad de provincias de la capital en la que vivíamos!. Todo parecía más pausado: se caminaba más despacio, los autos iban más lentos... nadie parecía tener prisa y supuse que la agitación se debía más a las celebraciones de la tarde y la noche, que al estilo habitual de la ciudad.

Por la tarde, después de comer con tapas en un bar acogedor, sede de una peña taurina –Antonio me presentó a algunas figuras famosas de los ruedos de la comarca-, el sol brillaba en el cielo y mi amigo me enseñó la ciudad. Me llamó la atención el largo paseo, estilo rambla, que entre puestos de flores, kioscos de helados y prensa y algún vendedor de copias de películas y música, recorrimos. Volvieron a mi memoria los momentos de la niñez y las calles parecidas de Valencia. Me sentía de nuevo allí por las palmeras, los anuncios de los cines al aire libre, el presentimiento del mar, los vendedores de frutos secos y golosinas...

Acabamos en un pequeño pub, decorado con colores suaves y neones encendidos formando dibujos y palabras. La música de ambiente era de buen jazz y estuvimos más de dos horas disfrutando de las bebidas, de la charla tranquila y las melodías de origen afroamericano. La camarera, una joven de color de generoso escote, animó, con sus movimientos musicales, el paisaje de un local casi vacío.
A las siete menos cuarto, el dueño nos dijo que iba a cerrar por las procesiones y, pagando, salimos a la calle. En asientos, que se vendían en un kiosco especial, cercados por terciopelo púrpura, cientos de espectadores pudientes esperaban el paso de las imágenes. Le pedí a mi amigo que volviéramos a su casa, porque no estaba dispuesto a ver aquello.

Complaciéndome, puso una película de comedia y estuvimos viéndola y tomando cerveza mientras la gente, fuera, cantaba saetas de dolor a las imágenes de la Pasión. Bebimos demasiado y yo empecé a encontrarme mal. Fui al servicio varias veces, pero no conseguí vomitar. Mi amigo se había quedado dormido en el sofá y le tapé con su propia chaqueta de cuero.

A tientas y mareado, conseguí llegar hasta la cama. Con dificultad conseguí desvestirme y meterme bajo las sábanas. Me quedé mirando al techo y todo me daba vueltas. La lámpara parecía agitada por un terremoto que afectaba a la habitación. Sin saber como, me dormí o perdí el sentido.

No sé que hora era cuando algo me despertó. Entre las sombras que solo rompían las luces de la calle, figuras chinescas bailaron por el cielo gris del cuarto obscuro. A lo lejos oí tambores lejanos acercándose. Todo lo demás era silencio.

Los redobles fueron aumentando a medida que la procesión debía acercarse a la iglesia cercana. En la noche, aquella música persistente y obsesiva era hipnótica y parecía entrar en mi cerebro. Estaba descubriendo que la música de aquellos actos también me era muy desagradable, cuando unos toques de trompetas rompieron la monotonía infinita de las percusiones solitarias. Solo unas notas como gritos que desgarraban la noche. Miré al ventanal y noté como, atravesando las cortinas, se intensificaba la luz a medida que el cortejo se acercaba. Golpes sobre las pieles redondas, silencio y nuevos golpes, en una sucesión agotadora. Era insoportable y debía ser muy tarde. ¿Dormía alguien en aquella ciudad en esos días?.
Los redobles sonaron muy cerca; debían estar pasando justo bajo la ventana y sentí como vibraban los cristales de toda la casa. Y los ecos cortos y repetitivos crecían y crecían...

Hasta que de repente, cesaron. La ausencia de sonidos me golpeó por su profundidad y durante unos segundos creí haberme quedado sordo. Casi sin querer, como para comprobar que aún oía, carraspeé y me respondieron cientos de tambores con un nuevo redoble al unísono, como un trueno rítmico.
Y toda la sucesión comenzó de nuevo, pero aún más alta, más cercana. Asustado, sentí algo sobre la cama y sobresaltado me incorporé. Allí estaba el maldito gato clavándome sus ojos luminosos y desafiantes. De un puntapié salió disparado y desapareció. Aun medio levantado noté un resplandor que se movía en el pasillo y supuse que era mi amigo. Le llamé sin respuesta, pero no me extrañó por los atronadores instrumentos que lo llenaban todo. Intenté encender la luz, pero el interruptor no cambió nada. Faltaría, pensé, la corriente eléctrica y Antonio venía con algunas velas. En aquel momento, un figura entró en la habitación: un encapuchado rojo llevaba un estandarte, que bajó un instante para pasar el marco de la puerta, y caminaba al compás de la música. Sin detenerse avanzó unos metros por la habitación y dos penitentes más, de agudos tocados cónicos entraron en la estancia, guardando el paso y la distancia con el primero. Justo unos pasos detrás, otra pareja idéntica de nazarenos, con sus mismos ropajes blancos y morados, los mismos cordones dorados en la cintura, los mismos cirios en las manos. La música seguía marcando el ritmo del cortejo y yo abría los ojos aterrados cuando el primero se acercó al gran ventanal y este, movido por un aire extraño que corrió cortinajes y cierres, se abrió para él. Sin detenerse, la procesión, a la que se sumaban más seguidores, cruzaba el fondo de la habitación y seguía por la salida imposible del ventanal. Recordé horrorizado que estábamos en un cuarto piso. A las diez o doce parejas calcadas de precesionarios, les siguió otro enmascarado con capucha roja, como el primero, e intuí que algo nuevo se acercaba. Sentado en la cama, me froté los ojos alucinado por el espantoso espectáculo. La luz del pasillo se intensificó y una gran base, inexplicablemente por las dimensiones, comenzó a avanzar tras los encapuchados. Sobre ella, entre flores de azahar, cuyo perfume llenó el dormitorio, y una multitud de largas velas, una virgen, de rojo y largo manto, bajo palio. Vi como el conjunto se balanceaba al ritmo de los costaleros que la llevaban, de los que solo pude ver los pies descalzos que se movían debajo y con un grito de corneta todo se detuvo. En silencio, aquella fotografía alucinante parecía suspendida en el tiempo.
Me quedé mirando el rostro de la Virgen, aquel perfil femenino coronado por una diadema de oro casi cegadora y atónito, espantando, vi como la cabeza giraba y aquellos ojos azules de vidrio, sin vida, me miraban...

Un gritó me despertó. Mi propio grito de terror. En la puerta, Antonio me miraba socarrón:

- Una pesadilla, ¿eh?.- y me guiñó un ojo. Añadió que si nos vestíamos podríamos tomar un desayuno tardío o un aperitivo adelantado en algún local cercano y salió riendo por el pasillo.
- Ni te cuento.- respondí aturdido y húmedo por el sudor. Su risa me devolvió imágenes del sueño y procuré pensar en otras cosas para esquivar el miedo que aún sentía.

Me duché rápido en la bañera de patas, me vestí y me senté en la cama para calzarme. Según me ataba los cordones de las deportivas miré al suelo cercano a los pies de la cama.
Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo: hileras de gotas de cera seca manchaban todo el suelo desde el pasillo hasta el ventanal cerrado. Sobre ellas, pequeños pétalos de rosas. En el aire, un aroma de azahar.

(Publicado el 20/04/2006).

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