lunes, 4 de marzo de 2013

Sussie


Fotografía: FlaviaC

La mañana lucía brillante, con aquel sol caribeño y ardiente, y Sussie y yo nos retorcíamos perezosos bajo los rayos dorados. Hacía mucho calor cuando me incorporé en la hamaca y, saboreando el refresco de piña, levanté mis gafas de sol y miré descaradamente su cuerpo divino. Sus largas y torneadas piernas, su vientre plano, sus jóvenes y duros senos, sus manos de jade, su cuello de cisne me fascinaban. Ella me sonrió comprensiva y perversa y yo estudié, con pasión, aquel rostro que solo una japonesa puede tener.

Le pedí que se quitará la parte superior del bikini y que me enseñara aquellos pechos prometedores. Ella, entre fingimientos y veras, se resistió un poco, pero sentándose se soltó la prenda y accedió a mi lujurioso deseo. Sus pechos ganaron cuerpo con la gravedad y me quedé hechizado al ver unos pezones tan prominentes. Pronto aquellos pezones rosados, salados por el mar, estuvieron bajo mis labios. Me tumbé sobre ella y, sin dudarlo, comenzamos a hacer el amor. La brisa del océano, entre las hojas de los cocoteros, nos susurró propuestas de caricias que pronto llevamos a nuestros cuerpos ardientes. Sugirió, el rumor del oleaje, fantasías alocadas que seguimos. Rebozados, abrazados, rodando entre las hamacas, acabamos sobre la arena tibia. Nuestros labios unidos sabían a yodo y a sal. Se volcó la nevera, se tumbó la sombrilla y nuestros gemidos crecieron. Los comensales del restaurante cercano nos miraron con asombro y vergüenza, pero aunque en ese momento no reparamos en ello, tampoco nos hubiera importado. El primer orgasmo que sentí con Sussie fue digno de lo que había pagado por estar con ella.

Para recuperarnos, fuimos, corriendo de la mano, hasta el mismísimo restaurante y por las miradas de desaprobación y asco nos dimos cuenta de que muchos nos habían visto. Incluso creí oír un insulto de una mujer, pero no dije nada. Mi japonesita, retadora, se quitó el sostén que acababa de ponerse y, dándole dos vueltas como una bandera roja sobre su cabeza, lo arrojó a la arena. ¡Pensaba comer con los pechos al aire!. Un murmullo de desaprobación corrió de mesa en mesa. Como si le persiguiese un demonio, un camarero voló hasta nosotros y le rogó que se volviera a poner el bikini. Me puse en pie y susurrándole en el oído que no estaba bien de la cabeza, le metí un par de billetes en el bolsillo. Así, todos comimos con el maravilloso espectáculo de los pechos blancos de Sussie rozando el arroz amarillo del plato. Una familia se levantó de inmediato y se fue sin pagar la cuenta ante “aquel espectáculo bochornoso” según escuché. Eso me costó dos billetes más. Sussie me dijo que iba a quitarse la parte de abajo y tuve que pedirle que no lo hiciese. Sé que hubiese acabado la comida totalmente desnuda, de haberla dejado... Me encantaba lo provocadora, lo descarada, lo rebelde que me parecía. Estaba enamorado de su belleza, de su juventud, de sus ojos rasgados y de su cutis de mármol.

Hablamos de ella, de mí, del lugar y de lo que nos haríamos esa misma tarde. Ideamos escandalosas perversiones y yo temblaba de placer y de morbo imaginándolas. De repente, se puso seria y mencionó, sin venir a cuento, un cuadro de Canaletto señalando el horizonte y nos liamos a hablar de Arte. Enseguida me di cuenta de que tenía una gran cultura y que entendía de cinematografía, de música, de ciencia... Ella, con su voz melodiosa y su mente ágil, llevaba con maestría la conversación hacia los temas que yo prefería. Y me dejaba hablar e interrumpía para aportar algún dato curioso o una anécdota que yo desconocía. Rita la había enseñado bien y gocé mucho con aquella conversación.

En la larga sobremesa, entre el café y las copas de champán, el sol comenzó a descender y volverse anaranjado sobre el mar tranquilo y verde. Unas gaviotas volaron chillando sobre unas barcazas de pesca en busca de unos bocados furtivos. Unos niños terminaron de comer y arrastraron, gritando y riendo, una balsa de goma hasta la orilla. La madre les regañó desde lejos.

Mientras esperábamos la cuenta, descubrí en la distancia unas grandes rocas negras, más allá de los cocoteros, y le propuse a Sussie explorarlas en busca de alguna cueva agradable donde volver a amarnos.
Jugamos, nos abrazamos, nos besamos, según caminábamos hacia una pequeña gruta que pronto descubrimos. Un altavoz anunció que me quedaban dos horas de crédito y tiré de la mano de Sussie para que se diera prisa.
En la cueva, recorrida por una brisa cálida que venía del océano, volvimos a hacer el amor y esa vez fue aún mejor. Ella gimió divertida casi al mismo tiempo que yo.

“Te quiero”, le susurré en la oreja y ella se sonrojó.

Un instante después, me di cuenta de mi error. Ella parecía dudar, buscar que responder y fue el principio del fin. Aturdida, se quedó muy quieta un instante. Me apartó a un lado y comenzó a temblar, al principio de forma suave pero cada vez con más fuerza. Ya de pie, la vi allí, en el suelo, sobre la arena, desencajada y entre convulsiones. Pedí ayuda a gritos y el holograma dinámico se detuvo.

En un parpadeo, la gruta, las rocas, la arena, el sol y el mar se disolvieron en el aire y me encontré de nuevo en la habitación. Estaba desnudo y petrificado junto al cuerpo muy agitado de Sussie, que empezaba a soltar espuma por la boca, también desnuda. Me sentía inútil e idiota. Lo había estropeado todo con dos palabras absurdas. Unos hombres entraron en la habitación y comenzaron a a manipular en la androide. Rita me preguntó que había hecho.

- Solo le dije que la quería.- confesé atontado y sonrojado como un adolescente pillado en falta.
- Alex-san, ¿cómo se le ocurre?.- Me regañó.- Sabe que no pueden aceptar ese sentimiento y se ponen como locas. Es como un ataque epiléptico para ellas. Además, usted... que no es la primera vez.

Avergonzado, salí desnudo y en silencio al corredor. Anonadado, comencé a vestirme.
Minutos después, bajé al recibidor, arreglándome el nudo de la corbata y del brazo de Rita. Ella, seria, me iba regañando con cariño. Ya abajo, junto a la caja registradora, me pidió la tarjeta de crédito. Habían sido 200.000 euros pero había valido la pena hasta el último de ellos. Yo era el que había fastidiado el final.

Ya en el exterior del Palacio del Placer, sentí el frío de la noche. Caía una fina lluvia amarilla sobre los adoquines grises de la acera. En los charcos aceitosos, se reflejaban las grandes letras rojas de neón que, en caracteres japoneses, anunciaban el local.

Un enorme Boing-Airbus pasó, a poca altura, sobre los edificios como un fantasma plateado, sin emitir ni un solo sonido. Una figura abrumadoramente grande y que flotaba lentamente ganando velocidad. Jamás entendería como funcionaban los nuevos filtros de sonido y la tranquilidad que habían conseguido para nuestras ciudades. Quizá algún día pudiesen crear algo parecido para la peste que echaban las aguas del canal. Aquella zona de la ciudad estaba sobre el antiguo mar de la bahía, del que solo se descubrían una serie de canales, hediendo a pescado y aguas retenidas.

Unos niños rieron, jugando con un balón ingrávido, en la plaza cercana, mientras el camión de reparto se detenía junto al mercado abarrotado. La gente hacía las últimas compras en aquel sábado de finales de febrero. Un océano multicolor de paraguas se agitaba, como una riada viva, entre los edificios altos e iluminados por anuncios interactivos. Aquí una cara sonriente invitaba a probar el nuevo sabor del refresco más popular; más allá se anunciaba el nuevo procesador P4000, entre letras que bailaban con una musiquilla infantil; allí, sobre los cristales grises, un rebaño de diplodocus tridimensionales invitaban a ver la última película de dinosaurios. Otro anuncio, del ayuntamiento, señalaba la hora, el año y el lugar:

21:15; 2047; Tokio.

En ese momento rememoré cuando, sobre las cuatro de esa misma tarde, llegué justo allí, aburrido y deseando hacer el amor.
Recordé la suave música y la vaharada que salieron del local tras dos hombres, un poco ebrios. Cantaban a voz en grito una antigua canción en interlingua y pronto atrajeron la atención de un pequeño robot policía, que volaba a unos tres metros de altura. Ante la amenaza de un choque eléctrico, los hombres tambaleantes se callaron y se alejaron sujetándose el uno al otro. Antes de que pudiese entrar, la pequeña máquina, que parecía un tarro volador, me escaneó el rostro y se dio por satisfecha al no encontrarme en los bancos de datos de delincuentes buscados.

Ya dentro del local, el suave perfume de jazmín alivió mi olfato. Miré la nueva estética sorprendido. Desde mi última visita, hacia meses, habían equilibrado de tal forma los colores, las formas y los olores que era muy agradable quedarse allí. Ese era el objetivo de la decoración comercial psicológica. Rita, nada más verme, acudió a recibirme tan cordial como siempre.

- Buenas noches, Alex-san. ¿Has tenido buenos días laborales?.- me preguntó con su sonrisa de finos labios rojos.

Ella nunca se acostaba con ningún cliente, la policía sanitaria no se lo permitía, pero a mí me encantaba fantasear con aquel cuerpo joven y exuberante. “Días laborales”. Aún se me hacía extraña la expresión. Llevábamos dos años en los que solo se trabajaban tres días por semana y aquello de “semana laboral” se había quedado en “días laborables”.
Me senté en un cómodo butacón, en el amplio recibidor, y enseguida, en el corredor superior, seis bellezas me mostraron sus tentadoras ofertas. Cuerpos increíbles, sugerentes lencerías, miradas provocativas. El Palacio del Placer era caro, pero realmente merecía la pena. Pronto me llamó la atención una joven de rasgos orientales y larga melena oscura.

- Es Sussie Katakana, una nueva adquisición. Ha llegado esta mañana y está esperando su primer hombre.- me comentó Rita, adivinando mi mirada de deseo.
- ¿Cuánto?.
- 200.000 créditos, pero creo que quedarás satisfecho. Como cliente habitual, sabes que tienes el champán incluido; no la comida.

Era un dineral pero, aunque entre las otras muchachas había auténticas bellezas, Sussie destacaba como un rubí entre diamantes con sus labios muy rojos y su lencería a juego, sobre una piel muy blanca. Como oriental, era algo más baja, pero curiosamente eso me atraía aún más. Cerré el trato y, tras un saludo de cortesía, subí con ella a la habitación. Su perfume a azahar, me sorprendió y maravilló a un tiempo.
La primera vez que entraba uno en las nuevas habitaciones de realidad virtual, todo parecía muy raro. Tanto el techo como las paredes estaban alfombrados con una tupido cesped metálico de hojas largas y negras. Eran cientos de miles de miniproyectores y sensores táctiles.. El suelo era de goma, sensible al peso y al movimiento. Bajo él, según me contó Rita una vez, había maquinas de simulaciones variadas: temperatura, presión, humedad, tacto, etc. Había también, en algún sitio, un sistema de simulación climática avanzada y todo el conjunto estaba supervisado por varios ordenadores y un operario humano invisible, tras las paredes, a los usuarios. Cuando todo arrancaba las sensaciones eran casi, casi reales.

Ella y yo nos desnudamos y nos tumbamos en el suelo. En unos segundos, Sussie y yo nos vimos, con nuestros bañadores, nuestras gafas ahumadas, al sol y sobre unas hamacas...

Después cuando sufrió el ataque, uno de los técnicos vestidos de blanco se arrodilló junto a Sussie y abrió, presionando, un panel de piel artificial en su pecho.
Con algo de asco, y entre los movimientos incoherentes, pude ver el compuesto de látex y celulosa, los circuitos, los procesadores, el plástico, los miles de servomotores, casi microscópicos, que se movían muy deprisa, los finos tubos por donde corría un fluido muy rojo, los sensores de variados tamaños, el duro metal que sustituía a las vértebras humanas... Algo que parecía sangre, salpicó apenas la blanca bata del hombre que esperaba, muy atento, junto al cuerpo de movimientos descontrolados. Con unas rápidas pulsaciones en el pequeño teclado que apareció, unos segundos después, los temblores cesaron y el autómata pareció haber muerto.
Unos operarios la subieron en una camilla y se la llevaron. Rita me miró y yo recogí mi ropa.

Avergonzado, salí desnudo y en silencio al corredor.

Dedicado a Odracir55.

Homenaje a Ghost in the Shell, Blade Runner y Lost in translation.

(Publicado el 26/02/2006).

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