martes, 12 de marzo de 2013

En la sierra de Madrid.

 
 
Fotografía propia.
 
 
El aire es más transparente. Uno mira las cercanas montañas, con sus cumbres albas, sus marrones rocas, emergiendo como islas en un mar de nata montada, sus masas arbóreas como gigantescos ojos verdes en un rostro muy blanco... y te acuerdas de esas postales de los Alpes, donde todo parece un decorado de la época dorada del tecnicolor en Hollywood. Allí unas casitas colgadas, prácticamente, en el vacío, allá unas peñas grises y graníticas, juego olvidado por el bebe de los gigantes, acá un arroyo que surge, imposible, de entre el hueco de unas raíces y unas piedras impasibles.
Y el frío... El frío es una cosquilla helada que entra por las aberturas, imprevisibles, de la ropa para acariciar desagradablemente los rincones de tu cuerpo. Un frío perenne e inevitable, omnipresente, que empiezas a querer pasados unos meses...
Pero lo más raro, después de haber vivido siempre en ciudades, es el silencio del pueblo nocturno. Un silencio total, absoluto, que te hace dudar de que sigas oyendo y te impulsa a silbar solo por asegurarte. Pasas entre las casas, apenas iluminadas, y conoces la otra soledad, la corriente, la de andar por casa, la de la ausencia de gente y, por mucho que sepas que Madrid está cerca, llegas a imaginar que estás en la orilla más alejada de la Tierra. Cerca del Abismo. Donde viven los dragones.
Creo que, a veces, los oigo moverse a mi espalda.

(Publicado el 16/04/2007).

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