lunes, 4 de marzo de 2013

Prueba en un día soleado


Casa de Julio Verne en Amiens. Fotografía de Marc Roussel.

Decidimos construir las torres cerca de aquella pequeña ciudad, para controlar mejor los efectos que se producían. Eran cuarenta gigantescas construcciones de acero y hormigón preparadas para soportar vientos de hasta doscientos kilómetros por hora y terremotos de fuerza ocho. La idea y el diseño me llevaron seis años y cuatro llevó la ciclópea construcción.

Habíamos elegido precisamente aquella población por sus escasas lluvias. A pesar de su cercanía al mar, los campos cercanos estaban agostados y los depósitos de la ciudad siempre estaban bajo mínimos. El turismo y los servicios habían pasado a ser los sectores que hacían sobrevivir, a duras penas, a los habitantes preocupados de lo que fue un pueblecito pesquero. Aún así, en todos los veranos se tenía que suministrar agua a la población con camiones-cisterna que venían de lejos.
Ahora, desde casi cualquier edificio de la ciudad, podía verse aquella hilera de torres grises, a pocos kilómetros del centro urbano. Sobre cada una, los sistemas de frío y, sobre estos, unas antenas de comunicación y control y pararrayos, culminadas por luces rojas de alerta, para la aviación. Por la noche, aquellos descomunales cíclopes de ojos carmesíes parecían cuidar del sueño de todos los durmientes.
¿El objetivo?. Conseguir que lloviese sobre la ciudad y los campos cercanos, una superficie aproximada de veinte kilómetros cuadrados, a voluntad de los ciudadanos.

El funcionamiento, complejo, se basaba en aprovechar las corrientes de aire, cálido y cargado de humedad, que llegaban del mar y se adentraban en la costa, frenarlas y enfriarlas con las torres y conseguir, en teoría pues nunca se habían probado realmente, nubes de lluvia. Intrincados cálculos matemáticos, físicos, geológicos, atmosféricos y meteorológicos, miles de planos y bocetos, profundos estudios de millones de factores, cientos de miles de procesos en seis ordenadores, nos habían dado las superficies ideales de las construcciones, sus alturas y la temperatura a la que, mediante unas gigantescas máquinas, tuberías y difusores, tendríamos que enfriar el aire. De esta manera, esperábamos que sobre cada torre se condensara cada vez más humedad y esta, cada vez más fría, formase, poco a poco, pequeñas nubes. Evidentemente, todo funcionaba estupendamente en las simulaciones previas, tanto en las digitales como en los modelos detallados que hicimos a escala en los laboratorios, pero nunca lo habíamos probado en la realidad.

Aquel domingo, el de la primera puesta en marcha de la maquinaria, el sol brillaba en un cielo claro y limpio sobre los tejados de la urbe. La multitud, convocada por el ayuntamiento, abarrotaba inquieta la plaza mayor. Mis ayudantes y yo ocupábamos una gran mesa, sobre una tarima central, cubierta convenientemente por un toldo.
Alrededor, familias enteras se habían reunido para ver el prometido espectáculo. Algunos llevaban pequeñas banderas, otros pancartas; muchos comían, cantaban; los más esperaban. Había allí, apretados o en pequeños o amplios grupos, también vendedores de comida, refrescos y chucherías, con sus curiosos carritos colmados en difíciles equilibrios; servicios sanitarios compuestos por varios médicos, enfermeras, camilleros y ambulancias; varias dotaciones de bomberos con sus enormes camiones-bomba y sus autos de apoyo; policías uniformados y antidisturbios; técnicos en electricidad y alcantarillado; periodistas y sus equipos de televisión y radio, de varios países, que llegaban a varios centenares y entrevistaban a todo el que tuviese algo que aprobar, comentar o criticar... Por todo el planeta, se había extendido la noticia de la prueba de la maquina de lluvia. Calculé, por encima, unas doscientas mil personas en la gran plaza y en las múltiples calles aledañas. Tristemente, no descubrí ni un solo paraguas, lo que me señaló la poca confianza que había en el éxito de la empresa.

A las doce en punto, nada más sonar las campanas de la vieja iglesia y, tras unas breves palabras del señor alcalde, di la orden, por radio, a la estación de control, situada en las inmediaciones de la primera torre. Tras unos instantes de tensa espera, un suave zumbido llegó desde la primera atalaya. La multitud quedó en silencio, fascinada y a la espera de acontecimientos. Como estaba previsto, tres minutos después, otro zumbido paralelo nos confirmó que la segunda torre había cobrado vida. Así, paulatinamente, y como saltando de una a otra, todas entraron en funcionamiento y la impaciencia de la gente, como sus murmullos de duda y aprobación, fue creciendo.

Unas dos horas después, todo el sistema estaba activo. La espera, paliada sabiamente por las autoridades con unas actuaciones musicales, había finalizado y todo el mundo, gradualmente, volvió a guardar silencio. El ruido, algo más fuerte, se extendió como un presagio verde sobre toda la ciudad silenciosa. Miles de ojos miraban hacia el cielo claro esperando la más mínima señal de lluvia.
Pasaron algunos minutos más sin que nada sucediese, pero, tal como mi equipo y yo habíamos supuesto sobre cada torre comenzó a formarse una pequeña neblina. El público, al descubrirla, comenzó a aplaudir y vitorear.
Di orden de aumentar la potencia, subió consecuentemente el volumen del zumbido, e instantes después las neblinas se fueron condensando en pequeñas nubes, que acabaron uniéndose en una colosal nube gris que se extendía, alargada, sobre todo el complejo. Voces de asombro, murmullos de aprobación, comentarios de sorpresa me llegaron del gentío.

El nimbostrato siguió creciendo hasta que empezó a llenar el cielo sobre la ciudad. Entonces, como si se hubiese dado una orden silenciosa, empezaron a aparecer los paraguas entre la muchedumbre. El sol, hasta entonces radiante, se fue quedando poco a poco oculto y la luz se volvió sombría. Parecía el efecto de un eclipse. Estábamos atentos y a la espera de la menor señal de agua y de repente, un luminoso rayo cayó sobre la torre diecisiete y un trueno ensordecedor nos calló a todos de nuevo. La gente volvió a vitorear y aplaudir y nosotros nos felicitamos complacidos.

Pasaron los minutos, pero nada nuevo sucedió y noté crecer la impaciencia y el cansancio entre la multitud que llevaba más de tres horas esperando el feliz acontecimiento. Muchos niños, aburridos, empezaron a llorar y los murmullos de desaprobación aumentaron en número e intensidad. Había grandes grupos sentados sobre las aceras, los jardines, bancos de parques, buzones, automóviles... Yo sabía que el resultado era inminente, pero no era capaz de precisar cuanto tiempo faltaba. De esta manera respondí a los periodistas que me interrogaban.

Unos gritos impusieron de nuevo el silencio: “llueve... llueve”, oí entusiasmado. Miré de nuevo al cielo, en ese momento de un gris oscuro y denso, y descubrí como caían pequeñas gotas de agua fría. Y entonces, las doscientas mil personas arrancaron al unísono en un gran aplauso que nos hinchó de gozo. Mandé detener la maquinaria y, brindando con champán, esperamos acontecimientos. La música de los altavoces volvió a sonar, ahora con un aire más festivo y triunfal.
La lluvia, ligera en un principio, comenzó, poco a poco, a arreciar y todo se convirtió en un océano de paraguas. Por todos lados se comentaba el éxito de la empresa y los periodistas, empapados, casi nos echan de la tarima, azuzados por el deseo de fotografiarnos y entrevistarnos. Era todo un éxito. Mi mujer, chorreando, lloraba de emoción. Todos los técnicos se abrazaron y algunos comenzaron a bailar.

Todo estaba mojado y seguía lloviendo abundantemente. Y llovía. Aunque apagamos las máquinas, seguia lloviendo y lloviendo.

Una joven de chubasquero amarillo con las iniciales rojas de la CNN, armada con un micrófono y ante un compañero que nos apuntaba con su cámara, me preguntó por el final de las precipitaciones. Le contesté, que según nuestros cálculos, dejaría de llover en unas tres horas.

Veintidós días después el público vociferaba en nuestras oficinas, en la primera planta del ayuntamiento. Sin interrupción, llovía día y noche desde que comenzó. Llovía, llovía y seguía lloviendo. Los bomberos no daban abasto para responder a los avisos por las numerosas inundaciones. El agua, en todas las calles, llegaba ya al medio metro de altura. Los vecinos y las autoridades se quejaban porque se estaban arruinando las infraestructuras y desaparecía el turismo. Se había decretado el estado catastrófico y esperábamos de un día para otro la ayuda del gobierno. Incluso, los campesinos que nos felicitaron en los primeros días, entonces nos increpaban porque perdían las cosechas.
A todo el equipo nos ponían malas caras en los restaurantes en los que comíamos y en los hoteles en los que nos alojábamos. La gente argumentaba que un poco estaba bien, que era deseable, pero que aquello ya pasaba de “castaño obscuro”, que era demasiado. Un compañero lo resumió en un explícito: “¡joder, cómo llueve!. Yo prometía, a todos los que aún me escuchaban y que ya no eran muchos, que en pocos días se terminaría, pero cada mañana era otro día lluvioso.

Semana a semana, las protestas aumentaban y el nivel de las aguas crecía. Rápidamente y bajo unas terribles condiciones meteorológicas, se abrieron diques que canalizaron las aguas, por toda la ciudad, y sobre ellos se construyeron puentes de comunicación de unas calles a otras. Pero los comercios turísticos comenzaron a cerrar y todos nos dimos cuenta de que la ciudad, de seguir así mucho tiempo, se declararía en bancarrota.
En esos días, supuse que enviados por empresarios o ciudadanos furiosos, comenzamos a recibir amenazas de muerte. Parte de mis compañeros, dejaron asustados la ciudad. Mi mujer y yo pensamos que debíamos quedarnos, afrontar los posibles peligros, que cada día parecían más reales, y buscar soluciones lo antes posible.
El pequeño torrente central, que desembocaba en una pequeña y cercana bahía, pronto se convirtió en un gran canal, que dividía en dos a la ciudad y que se comunicaba con todos los demás que configuraban las calles inundadas. La gente se desplazaba en barcas y canoas, a remos y motor, para efectuar sus actividades diarias. Solo los comerciantes que se habían adaptado, y que habían empezado a vender gabardinas, paraguas y embarcaciones, estaban contentos.
Cientos de edificios tuvieron que ser demolidos y muchos otros se declararon en ruinas. La ciudad se volvió oscura y gris y la suciedad y los malos olores se extendieron. Se temió la proliferación de enfermedades y muchos ciudadanos abandonaron la urbe.

Se me interpusieron miles de demandas que fui perdiendo y terminaron arruinándome. El ayuntamiento nos alojó, provisionalmente, en uno de los edificios abandonados, ya que no pude hacer frente a las deudas por las indemnizaciones y ni siquiera podía seguir pagándonos el alojamiento en el hotel. Nos alimentaban, por caridad, las monjas de un convento cercano. En el comedor, otro de los mendigos, me apodó “el tonto de la lluvia”.

Cada mañana, según me ajustaba la raída gabardina y abría el viejo paraguas, miraba con pesadumbre aquel cielo plomizo esperando, al parecer, inútilmente que la lluvia terminase. El tiempo era frío, húmedo y desapacible. Había previsto un margen de un par de horas para el fin de las precipitaciones, pero nuestros cálculos estaban tan desbordados como las glorietas, las plazas y las vías de la ciudad. Quizá algún efecto meteorológico inesperado, alguna magnitud, alguna circunstancia o factor no considerado echaba por tierra nuestro proyecto. Estudiamos y repasamos todas las condiciones y sopesamos todas las circunstancias que interactuaban y no logramos dar con el error. Estaba claro que los minutos de funcionamiento tendrían que haber sido menos, pero tendimos a pensar en alguna cualidad de la atmósfera que olvidamos o no valoramos lo suficiente.

Docientos sesenta y siete días duró la lluvia y, sin aviso previo, cesó. Paulatinamente, con la disolución progresiva de las nubes, fue saliendo el sol y con él mejoró el ánimo de todos. En aquel entonces, el agua llegaba a los cuatro metros y había derribado muchas edificaciones. Todo brilló de nuevo. Los edificios se secaron y la alegría se extendió por la población con rapidez. Los niños volvieron a jugar en las calles y muchos comercios volvieron a abrir.

Por la situación y la composición geológica del suelo, el nivel de las aguas no bajó y todos nos pusimos a estudiar una forma de librarnos de ellas. Científicos de todo el país respondieron al requerimiento del ayuntamiento, en busca de soluciones. Se propusieron varios sistemas de drenaje y bombeo, pero todos eran complicados y costosos. Se buscaba, también, una forma de recuperar la economía de la ciudad, ya que el turismo había desaparecido y los campos estaban inundados. No había cerca terrenos secos como para levantar industrias pesadas y la pesca hacia años que se había agotado. Se apuntalaron edificios, se crearon algunas pequeñas empresas, pero la situación no parecía salir adelante.

Dos años después, la situación no solo no había cambiado, sino que empeoraba. Sin apenas trabajo, la gente se seguía marchando y temimos, muchos, que pronto nos quedaríamos, unos cuantos, en una ciudad fantasma y olvidada. Mi mujer se divorcio de mí y volvió a casa de sus padres. Estaba desesperado y me rondó varias veces la idea del suicidio.
Entonces, como si un ángel hubiese descendido, alguien dio la idea: ¿Por qué no mantener los canales y crear una nueva Venecia?.

Pronto todos nos entusiasmamos con el proyecto. Gamma Cuatro, la tercera ciudad de Marte, pasó así a llamarse Nueva Venecia y publicitada, convenientemente, en el planeta y en la Tierra, pronto atrajo a viajeros de muchos países.

En los años siguientes, la ciudad se llenó de arte, música y turismo. Majestuosas edificaciones (museos, teatros, auditorios...) se levantaron sobre el agua y esta se vio surcada por góndolas, de diversos tamaños, importadas desde la Tierra. Aumentaron el tráfico espacial, el aéreo y el marítimo. Se construyó un nuevo puerto y se amplio la estación espacial. El comercio floreció y el ayuntamiento decidió crear unos carnavales como los de la ciudad hermana.
El microclima de la ciudad se mantuvo con el uso esporádico de las torres, que mejoramos para acortar los periodos de lluvia.
Ahora, en mi vejez, rico gracias a mis patentes de la maquina de lluvia, que conseguí vender en varios planetas, y homenajeado por la ciudad, creo que fue un buen invento y que aunque “nunca llueve a gusto de todos”, siempre “no hay mal que por bien no venga”.

Mi mujer me volvió a llamar ayer. Sin contestar a sus palabras, le colgué el teléfono.

Homenaje a Julio Verne.

(Publicado el 27/02/2006).

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