martes, 5 de marzo de 2013

La Muerte Rápida.





Ramírez, desde su atalaya, fuel el primero en verlo. Sobre el horizonte, como la punta de una pluma blanca, la vela de un navío. “Ojotorcido”, nuestro capitán, cogió un catalejo y usó su ojo bueno, el que tenía derecho: el derecho. Su cuerpo grande y rechoncho, ansioso por el botín, salió en gran parte por encima de la borda y temí que se cayera. El silencio ganó la nave y solo se oía el crujir de las maderas y el viento azotando las velas. Apuntó a donde indicaba el vigía y, entre risotadas y toses, dijo que parecía un galeón español.

- ¡Timonel: a la cuadra. Segundo: mande largar todo el trapo!.- ordenó sin dejar de mirar al lejano barco.

Juan José García, “El Malaleche”, era nuestro nuevo timonel desde que una bala de cañón partió por la mitad al anterior. En contra de su voluntad, el capitán le puso en el cargo porque una vez le oyó decir que él “navegaba como nadie”. “Ojotorcido” no sabía que en ese momento se refería a su habilidad con las mujeres y Juan José no se atrevió a contradecirle.
“El Malaleche” no tenía ni idea de navegación y le traduje la orden:

- Pon la nave recibiendo el viento abierto noventa grados de la proa.
- ¿Cómo?.
- Pa’lla, hombre, pa’lla.- le indique disimuladamente con el mango de mi látigo.
- ¡A toda vela!.- grité al grupo de hombres de labor que treparon con prontitud a los tres palos para extender las velas.

“Ronaguado”, el tercero de abordo y amigo desde hacía años del capitán, rozaba, con un chirrido horrible, el garfio, que tenía en lugar de la mano izquierda, contra el filo de su sable, como afilándolo, mientras se le hacía la boca agua imaginando los tesoros de un galeón español: millones de monedas de oro, telas y piedras preciosas, barriles de ron, armas y, con un poco de suerte, algunas mujeres blancas como la leche. En realidad, se llamaba Pedro Colachica de Arcadia, pero al último que le llamó por su primer apellido se lo comieron los tiburones cerca del puerto de Lisboa, cuando “Ronaguado” le arrojó por la borda. Decían que todo lo que sabía se lo había enseñado el famoso pirata cubano Diego “El Mulato”.

La única mujer que llevábamos con nosotros era Sara Olivares, “La Encendida”, apodada así por su largo pelo rojo y su genio de mil diablos. Dormía en un camarote para ella sola y a pesar de su belleza exuberante, presumía de que ningún hombre de nuestro barco, “La Muerte Rápida”, le había puesto un dedo encima. De eso se encargaban varios puñales, que llevaba escondidos entre las ropas, y su camaradería con el capitán. En aquel momento, se miraba el rostro en un pequeño espejo circular. “Me gusta estar guapa en el combate”, decía.

Pronto nuestra embarcación ganó velocidad gracias al viento que barría cualquier nube sobre el horizonte. El sol brillaba como solo puede hacerlo tan cerca como estábamos de la isla La Española, en esa época del año. Suponíamos que habría zarpado, hacia poco, desde allí con destino a España y estaría hasta los topes de riquezas. Nuestra presa fue creciendo paulatinamente y pudo distinguirse, utilizando las lentes, los palos mayores y la forma del casco. Tres mástiles y una contramesana, dos castillos, uno a proa y otro a popa: era de los grandes y calculé unos ochocientos tripulantes. Nosotros éramos unos quinientos, pero luchábamos como diablos. El combate iba a ser reñido.

Izamos nuestra bandera y la calavera blanca y las tibias cruzadas se agitaron al viento. Otros piratas sacaban gallardetes de socorro para engañar a los barcos que asaltaban, pero “Ojotorcido” decía que él “mataba, pero con justicia y sin engaños”. En verdad, nuestra carabela era muy veloz y maniobrable y atrapaba con rapidez a otras naves y aún más lo haría con aquel pesado carguero. Además, habíamos reforzado el casco, frágil de costumbre en este tipo de barcos, y aguantábamos, aceptablemente, alguna que otra andanada. Nuestros hombres, de los más sanguinarios y duros de varios países, habían abordado en el año en curso tres naves, hundiéndolas, después de saquearlas, sin misericordia y para agonía de sus tripulaciones. Nuestra estrategia era disparar pronto los cañones, justo hacia las troneras de los suyos, para desarmarles cuanto pudiéramos.
El resto de la tripulación que no bregaba con las velas, empezó a preparar las armas ligeras y nuestros cañones. Aparecieron, como por arte de magia, pistolas y arcabuces; sables, espadas, cuchillos y navajas; ballestas y arcos; cañones y bombardas se prepararon. Se armó una gran algarabía y todo eran carreras y búsquedas. Parecía que la locura dominara el barco durante unos minutos, pero después, cuando fue encontrada la última arma y la última bala, la tripulación se quedó mirándonos a la espera de las ordenes.

- Si hay mujeres a bordo, quiero verlas antes de que las disfrutéis.- dijo “Ojotorcido”, que estaba “en dique seco” desde hacía meses, porque cuando estuvo en Sevilla, la última vez, no tenía un solo dinero. Sus intentos, frecuentes, con “La Encendida” habían acabado, solamente, con unos arañazos y una pequeña herida de arma blanca en una pierna.

El galeón, que sospechaba nuestras intenciones, nos enseñaba la popa, -y pude leer su nombre: “La Virgen de la Almudena”-, pero la distancia se iba acortando a ojos vista. Ya se podían distinguir los marinos y los soldados y los colores del gallardete de Castilla.
Tras largos minutos de espera, una columna de agua, a menos de una milla de nuestra proa, nos anunció el primer disparo de uno de los cañones enemigos. Di las ordenes oportunas, siempre por señas disimuladas para “El Malaleche”, para ponernos al costado de babor del galeón y mandé disparar los cañones cuando ganamos la distancia oportuna. Varias explosiones alcanzaron la línea de troneras y volaron astillas, miembros y metales, entre nubes de humos y llamaradas. El fuego, que alcanzaba la pólvora de la artillería enemiga, multiplicó el efecto, como esperábamos. El griterío de satisfacción de nuestros hombres resonó por encima de los destrozos que seguían sucediendo en el otro barco, que se acercaba cada vez más a nuestro estribor. Algunos proyectiles ligeros llegaron a nuestra cubierta y vi a algunos heridos y muertos entre nosotros. La artillería superviviente del galeón disparó y se abrieron algunas brechas en la parte alta del casco y perdimos uno de los mástiles, que al caer aplastó fatalmente a Rivas, “El Bocanegra”.
El capitán ordenó entonces que se prepararan los ganchos de abordaje y unas docenas se subieron de la bodega. Gritos de ánimo y dolor e insultos terribles se oían por doquier en las dos naves. El olor a pólvora era asfixiante. Ordené que se dispararan los dos cañones, que elevábamos adrede, para dañar a los navíos por debajo de la línea de flotación. Pronto toda la eslora enemiga mostraba los daños: fuegos, pequeñas explosiones, boquetes por encima y por debajo del agua. La presa era nuestra.
A poca distancia, volaron las flechas y las saetas, las pequeñas balas y los ganchos de abordaje.

- ¡Gutiérrez!.- me llamó el capitán.- “Mande abordaje”.
Le miré y me quedé desconcertado. Miré a nuestros marinos, a los soldados enemigos, pero me quedé paralizado.

- ¡Gutiérrez!
- ¡Gutiérrez!
- ¡Gutiérrez!...

Abrí los ojos y vi la cara de mi jefe a veinte centímetros de la mía. Su ojo, que bizqueaba, parecía mirar al mismo tiempo a Rita, mi compañera.

- ¿Ya se ha dormido otra vez?. Pues es la última... la próxima se va a la puta calle. Si el trabajo le aburre, se busca otro y punto. ¡A dormir a su casa!.

Terminó y se alejó tosiendo por el obscuro almacén, con su cuerpo grande y rechoncho. Allí nos quedamos Rita y yo con la contabilidad. Ella, moviendo su cabellera roja, me envió desde su mesa una sonrisa reconfortante.

Mario, el encargado del almacén, se acercó con una hoja de pedidos y mi compañera le firmó el albarán, que él cogió con su mano ortopédica.

Minutos después, yo saltaba, con ayuda de una soga, sobre la cubierta de “La Virgen de la Almudena”.

Dedicado a mi amigo "Jamezua".

(Publicado el 25/04/2006).

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