lunes, 4 de marzo de 2013

Hay que pegar a Jorgito.




"La Alhambra", fotografía de Mihael Grmek.

A mitad de curso, empezó a venir a clase un nuevo compañero que se llamaba Jorge. Era pelirrojo, pequeño y siempre parecía asustado. Por eso no tardó mucho en convertirse en el blanco de las burlas y las bromas de nuestro grupo. Le insultábamos llamándole “zanahoria” o “panocha”.
Rafael, nuestro jefe, alto y fuerte y que fumaba a escondidas, era el que más chanzas decía de él. Siempre había que reirse de lo que decía Rafa... o cobrabas, por muy tonto que fuese el escarnio.

Normalmente eramos cinco: Rafa, Pedro, al que llamábamos "El oso" en secreto, porque era muy peludo, Luis, “El cobardica”, Dámaso, alias "Decámetro", y yo, "El gafitas". Decámetro y yo eramos, los mayores, los “guardaespaldas”.
El que no estaba con Rafael, estaba en contra de él y, por su mala fama de matón en todo el Albaicín, todos le temíamos. La leyenda decía que ya le habían expulsado de dos colegios de Granada y que tuvo algún encuentro con la policía. Si alguien osaba llamarle “lentejas”, porque tenía la cara llena de pecas, se ganaba una buena tunda y se podía quedar sin el móvil o sin el mp3.
Algunas veces, Gerardo, alias "Geranio", se unía a los cinco en las aventuras por la ciudad o cuando quedábamos en casa de alguno para jugar a la Play o al Monopoly. Otras veces, íbamos todos a cazar pájaros al Sacromonte, lagartijas a las murallas o ranas al río Darro.

Un día cercano al fin de curso, cuando ya empezaba el buen tiempo y la Alhambra brillaba por el sol, Rafael nos dijo en el recreo que había que pegar a Jorgito, como le llamábamos todos. Se había enterado de algo de la familia del nuevo y había decidido que se merecía una paliza. Nos advirtió que el que no se uniera al grupo de castigo era un traidor y una nenaza. La operación se realizaría esa misma tarde, al salir de la escuela, en la calle del Horno de Oro, cuando fuese camino de su casa. Gerardo quiso saber el motivo, pero Rafael aplazó la respuesta para la salida.

La última hora se nos hizo eterna y ninguno prestamos atención a la explicación de los fluidos que parecía deleitar a la profesora.

Cuando sonó el timbre a las seis, dejamos las mochilas en un rincón de la clase y salimos corriendo hasta la esquina de la calle Valenzuela. Esperando, nos pasamos un cigarrillo que encendió Rafa. Volví a preguntar el motivo del ataque y nuestro líder, hablando muy bajito, nos dijo que el abuelo de Jorge había matado a alguien en la guerra. “Pues como en todas las guerras, ¿no?”, argumentó Gerardo. “Ya”, dijo Rafa, “pero lo peor es a quien mató”. Todos nos quedamos expectantes y desando que nos revelara el secreto. Los transeúntes miraban curiosos al grupo de chavales susurrando junto a la entrada de un portal.
“Es muy fuerte... no sé si contarlo”, dijo buscando intrigarnos. Ante las protestas de todos, nos contó el secreto. “Su abuelo mató a García Lorca”. “¿A quién?”, preguntó Luis, que nunca se enteraba de nada. “No seas bruto. A Federico García Lorca, el mejor poeta de Granada y el mejor del mundo”, sentenció Rafael. “Pues claro, el mejor”, subrayó “El oso”. Nos explicó Rafa que se lo había contado su padre, que se había enterado por un compañero de trabajo.

El sol dorado del atardecer bailaba en tonos anaranjados en los muros de la Alhambra, como una corona luminosa de la ciudad. Ciudadanos alegres, por el final de una primavera suave, turistas de diversos países, recorrían las calles, llenaban las terrazas y paseos como presagio del verano cercano.

Antes de que el jefe nos pudiese dar más detalles, vimos a lo lejos a Jorge andando despacio, bajo el peso de su mochila sobrecargada. Al grito de “¡a por él!”, salimos los seis corriendo a su encuentro. Jorgito, que adivinó nuestras intenciones, huyó subiendo por el Paseo de los Tristes. El peso de su carga aminoraba la distancia con nosotros y arrojó la mochila en mitad de la calle, entre una desbandada de palomas alborotadas. Nuestros pasos resonaban en el empedrado irregular, entre las protestas de los viandantes y nuestras amenazas malsonantes.

Cruzando un puente de piedra, seguimos acortando nuestra separación por la Cuesta de los Chinos y, cuando giró en una esquina, le perdimos junto a la muralla, cerca de la Torre de la Bruja. Dudamos unos instantes desconcertados, pero Rafael se dio cuenta de que, entre los arbustos, había un hueco que entraba en el recinto. Le seguimos, con dificultades por lo angosto del paso, cuando entró a gatas. Luis, cuando se vio en el interior, comenzó a temblar y dijo que se volvía a casa. Solo las amenazas de Rafa le convencieron. Todos sabíamos que si nos descubrían los guardias, nos meteríamos en un buen lío, pero, al mismo tiempo, la sensación de peligro y nuestra misión de venganza nos impulsaron a seguir la persecución.

A Jorge le vimos correr, por la calle Real, hacia los edificios y Pedro, el más rápido de todos, salió disparado en su busca. “Pedro le agarra, fijo”, anunció.

Los visitantes iban poco a poco hacia las puertas de salida, entretenidos en sus fotografías, planos y recuerdos y casi no nos prestaban atención. Había niños que protestaban cansados; turistas que se hacían con las últimas imágenes con sus cámaras; visitantes que merendaban, bocadillos y refrescos, en los bancos de los paseos.

Pasamos a la carrera junto a los muros de la Iglesia de Santa María y el Patio de los Leones. “El oso” nos llamó desde los muros cercanos a la Torre de las Damas. Cuando llegamos vimos que tenía sujeto a Jorge, retorciéndole el brazo por la espalda. El cautivo empezó a insultarnos, muerto de miedo y nuestro jefe le tapó la boca con la mano. “Si me muerdes, te rompo los dientes”, advirtió severo.
Por estar muy a la vista, le llevamos hacia la Torre de los Picos, sujeto por los tres secuaces, con el líder a la cabeza; Gerardo y yo cerrábamos el grupo.

En una pequeña, obscura y solitaria salita, llena de símbolos geométricos y letras árabes en las paredes y el techo, nos detuvimos a la espera de las ordenes de “El lentejas”. Todos sentíamos que era un poco extraño empezar a pegarle así como así. Gerardo le preguntó si era verdad lo de que su abuelo había matado a Lorca, pero el preso no contestó.

“¿Lo veis?, sí lo hizo”, acusó nuestro jefe. “Mi madre dice que el que calla otorga”, añadió, aunque yo no sabía bien que quería decir “otorgar”.

“Confiesa”, rugió Pedro dándole un empujón que casi le derriba con el grupo que le sujetaba. Jorge empezó a llorar y yo me compadecí de él, aunque no me atreví a decir nada.

Terriblemente y señalando el ventanal, Rafael dijo que le íbamos a tirar por allí. Luis dijo que el no quería saber nada y antes de que nadie reaccionara, ya se había ido. Sé que “El lentejas” era capaz de hacerlo y temblé de miedo. Estaba dispuesto a salir huyendo y gritando para pedir ayuda. Me daba igual que Rafa fuese después a por mí. Ya me escondería o me protegería mi padre.
Pero no hizo falta...

Entre sollozos, Jorge empezó a decir algo muy bajo y de manera entrecortada. “¿Rezas, asesino?”, le escupió Rafa. Gerardo le pidió que parase y propuso que le dejáramos en paz, pero el mandamás se volvió como una serpiente y le dijo que si le defendía, también iría abajo. El defensor cerró la boca asustado.

Poco a poco las frases de Jorge se hicieron más comprensibles y todos nos quedamos en silencio escuchando las palabras. Resonaban con un pequeño eco y parecían recorrer pasillos y salas. Al poco, identifiqué lo que recitaba: eran versos de poemas de García Lorca y así lo dije. Mi madre cantaba en la cocina coplas, con frases que me dijo de Lorca, y algunas coincidían. Sorprendidos por el manantial de palabras, de las que desconocíamos muchos significados, le miramos callados. Su tono se volvió más firme y las figuras más claras. Vimos imágenes del Guadalquivir, de guitarras que lloraban, de lagartos enamorados, de mariposas negras, de trinos amarillos de canarios... Nos maravillaba que se hubiera aprendido tantas palabras y le escuchábamos como hechizados. Le soltaron y él siguió, poema tras poema, pronunciando despacio cada palabra, dándoles un sentido que me pareció mágico.

Casi una hora estuvimos escuchando a Jorge y tal vez hubiéramos estado más tiempo, si no nos hubiese descubierto un guardia que, sobresaltándonos, nos descubrió y echó de malos modos. Nos siguió hasta la salida más cercana y nos amenazó con la policía si nos volvía a pillar allí dentro cuando estuviese cerrado.

Sin decir nada, todos volvimos al Paseo de los Tristes y, según la orden de Rafael, comenzamos a buscar la mochila de Jorge que nos devolvió el camarero de una terraza.

Desde aquel día, Jorgito fue uno más del grupo. Rafael pasó a ser su protector y nadie se atrevió a mencionar el supuesto crimen del abuelo. Le llamábamos, claro, “El poeta” y de vez en cuando, durante todo aquel verano, reunidos a su alrededor, en lo más escondido del Sacromonte, para que nadie que no fuéramos nosotros le oyera, nos recitaba los muchos poemas que había aprendido de memoria. Aquellos recitales, al aire libre, entre los árboles y con la Alhambra al fondo, nos encantaban. También nos explicaba las palabras que no entendíamos y nos contaba lo que creía que quería decir Lorca.

Jorge nunca nos dijo si realmente su abuelo había matado a Lorca, pero algunos pensamos, firmemente, que el espíritu del poeta granadino sí que le había salvado la vida a él.

(Publicado el 4/04/2006).

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