lunes, 4 de marzo de 2013

Rápido: pulsa “escape”.


Fotografía de wolferey

Sabía que me traería problemas, nada más verla entrar por la puerta. Aquella viejecita, con su sombrero de paja, su chaqueta de lana, su enorme falda floreada, entró y se sentó en un ordenador cercano a mi mesa. Desde el primer día, ocupaba siempre el mismo ordenador, que reservaba previamente en la sesión anterior. Solía entrar en páginas de vudú y en el servicio de mensajes instantáneos, supongo que para contactar con algunos clientes o familiares lejanos. Aunque era una anciana loca, con sus manías, nunca tuve en realidad problemas, salvo aquella tarde.

La que me encantaba era Linda, la joven universitaria que venía todos los viernes por la noche. Con sus largas piernas, su falda breve, sus camisas ajustadas – siempre de escote generoso – y su pelo corto y juvenil, hacia las delicias de los jugadores masculinos desde los 12 a los 67 años que tenía el señor William. Linda entraba en los foros de una universidad, en la que supongo que estudiaba, y chateaba casi al mismo tiempo.

El resto, salvo una o dos niñas pecosas y con coletas, eran todos varones que se destrozaban en las arenas del desierto a golpe de disparo de M16, luchaban con espadas en las almenas de remotos castillos, intentaban aterrizar enormes aviones en pistas de aterrizaje diminutas o se desintegraban mutuamente con poderosísimos rayos láser. Incluso el señor William jugaba de vez en cuando a un juego de estrategia en tiempo real, aunque la mayor parte del tiempo echaba partidas al ajedrez y escribía largos textos en el procesador de palabras.

La sala era grande y estaba bien iluminada con unas lámparas de neón. En cuatro hileras centrales y contra las paredes, se encontraban cien ordenadores de varias marcas y modelos. Teníamos desde veloces equipos de última generación, hasta computadoras tan viejas que casi no podían con la rápida conexión y que se quedaban bloqueadas de vez en cuando. Alguno tenía un volante sujeto a la mesa y muchos tenían joysticks. Los equipos antiguos eran los que más me obligaban a moverme del ordenador central que dominaba mi mesa en el rincón del fondo. Estos y los aprendices, los que llegaban queriendo entrar en Internet, pero sin haber puesto antes sus dedos sobre un teclado. Había que enseñarles lo básico para que pudiesen navegar por la Red de Redes y encontrar a sus amigos o familiares en los chats. Solían ser gente de cuarenta años o más, que se quedaron desfasados con el veloz avance de la informática.

Los chavales venían por el juego de combate o estrategia de moda y se ayudaban con los comandos de control entre ellos y pronto aprendían a entrar en clanes o organizar partidas con otros jugadores de la sala. Eran, por lo general, muy escandalosos y tenía que llamarles la atención de vez en cuando, para que no acabasen gritándose feroces insultos y amenazas, que, normalmente, se quedaban en bravuconadas inocentes. Los demás clientes se quejaban y con razón, del vocerío y las carreras de unas computadoras a otras.

Como digo, nunca hubo grandes problemas y mi trabajo era muy rutinario: a las diez, abrir el local, encender las luces y los equipos, hacer alguna pequeña reparación en el software (de los componentes físicos en si, se ocupaban dos técnicos que venían, dos veces en semana, de la central que me concedió la franquicia), pasar los programas antivirus y desinstalar algunos programas espías. Atender a los clientes hasta las dos, apagar los equipos y cerrar el local hasta las cuatro y comer, en ese tiempo, en el bar de enfrente. A esa hora, volver a abrir y encender de nuevo los sistemas hasta las diez, que era cuando se cerraba definitivamente hasta el siguiente día. Así durante toda la semana; los sábados y domingos hay otro encargado.

Aquella tarde todo empezó normalmente hasta que llegó la anciana. Era lunes y el sábado, mi compañero se saltó inadvertidamente la reserva que yo había hecho el viernes. Así, cuando ella llegó, se encontró su ordenador ocupado. Esperaba que ella se pusiese en otro equipo, aunque sabía que iba a tener problemas. Me lo confirmó el verla venir directa a mi mesa. Estaba muy enfadada y me provocó con sus irónicos comentarios y agudas insinuaciones. Intenté calmarla y le sugerí que se sentase delante de cualquier otra computadora libre, pero ella rechazó con firmeza mi oferta. Al final, - sé que me excedí -, acabé echándola del local con palabras destempladas. Me reí abiertamente de la maldición que arrojó sobre el local y la escupí varios insultos según se alejaba por la calle. Minutos después, tuve que arrepentirme de lo que acaba de hacer.

Linda entró y ocupó uno de los puestos con sus libros y su chaqueta de cuero sobre la silla. Me pidió dos horas con acceso a Internet y volvió a su mesa. Con mis mejores intenciones, saqué un refresco de la máquina expendedora y se lo llevé. Rechazó la invitación muy amablemente y volvió su mirada a la pantalla. Supe que no iba a tener suerte y volví derrotado a mi sitio.

De nuevo en mi mesa, continué mi crucigrama y me costó volver a concentrarme en las palabras. Me sentía decepcionado de mi propio comportamiento con la vieja, pero me pagaban tan poco, que no estaba dispuesto a aguantar a locas impertinentes. Así estaba enfrascado en mis pensamientos, cuando, al levantar la vista, la vi allí: En uno de los pasillos una joven desnuda se contoneaba delante de unos chavales alucinados. No me lo podía creer. ¡Otra loca y en la misma tarde!. Con su piel morena y sus grandes senos, arrancaba suspiros y gritos de placer de los jóvenes boquiabiertos que la rodeaban. Corrí hacia ella, diciéndole que no podía estar allí de esa forma y cuando estuve a su lado tuve que superar mi propia fascinación para poder hablar:

- Señorita, perdone, pero en este lugar hay menores y usted tiene que vestirse.
- ¡Eh, bobo, deja a la chica que baile!.- me pidió uno de los chavales que admiraban el improvisado espectáculo.

Pensé con que podría taparla y me extrañó no encontrar su ropa por el suelo. Decidí ponerle mi chaqueta y cuando lo iba a hacer, algo extraño llamó mi atención al otro lado de la sala. Casi en el rincón, cercano a Linda, un soldado uniformado apuntaba con un rifle ametrallador al señor William y le gritaba en alemán algo que sonaba amenazador. En la distancia pude distinguir sus insignias plateadas: “SS”. ¿Dé donde diablos había salido?. El señor William que hubiese estado pálido, de no ser negro, parecía aterrorizado y apunto de desmayarse. Corrí hacia el soldado, pero este me descubrió y comenzó a disparar hacia mí. Oí silbar las balas a mí alrededor, pero me tumbé en el suelo, mientras uno de los monitores y un joystick saltaban hechos pedazos, y gateé hasta detrás de las mesas... Miré a mí alrededor y me di cuenta de que todos los clientes estaban en el suelo. Una pequeña humareda ascendió de los restos y activó el riego contra incendios. ¡Cielos, llovía a mares en un instante!. Con el agua, otras pantallas estallaron ruidosamente. ¡¡Era el caos!!.

Un chaval dijo:

- ¡Eh, es igualito al soldado de mi juego!. ¡¡Fantástico!!.

Y en ese momento lo entendí. “¡¡Rápido, pulsa “escape!!”. Pero el niño dijo que él no se levantaba ni por todo el oro del mundo. El alemán seguía gritando y yo sabía que tenía que hacer algo. Sin dudarlo, salté al lado del ordenador en cuestión y levantando la mano por encima de la mesa, busque el teclado y lo bajé al suelo. Oí más disparos. Pulsé la tecla escape y la voz del soldado se interrumpió de golpe. Me levanté con precaución y comprobé, con alivio, que el nazi ya no estaba.

Lo malo fue el individuo que ahora estaba junto a mi mesa: un tipo enorme, lleno de cadenas que colgaban de su cuello y desnudo de cintura para arriba. En sus manos agitaba una sierra eléctrica que zumbaba como una motocicleta. Visto y no visto, partió por la mitad el tablero y el mueble cayo al suelo en dos piezas en una nube de serrín. El tipo gritaba de satisfacción y eso fue bastante como para que una procesión de chavales salieran gateando por la puerta hacia la calle. Linda grito de pavor y salió corriendo.
William, recuperándose aún de su propio miedo, puso pies en polvorosa y salió aullando y saltando por encima de los demás.
Me estaba quedando solo, pero me sentía aliviado porque nadie hubiese resultado herido. Miré hacia la chica desnuda, también tumbada tras una mesa y le dije que no se moviese. Tenía que hacer algo y pronto. Unos golpes metálicos me intrigaron lo suficiente como para asomarme entre dos monitores. Peleando con el bestia había ¡¿un caballero medieval con su armadura y su espada?!. A mandoblazos intentaba acertar en el cuerpo del otro, pero este resistía los embates con la sierra eléctrica a modo de escudo. Era una pelea colosal. El mandoble y la sierra chocaban entre si, disparando chispas del metal.

Si no hubiese sido por el peligro que la situación presagiaba, hubiese huido sin mirar atrás. Empecé a apagar ordenadores, pero me di cuenta de que no era esa la forma: tenía que llegar al ordenador central y desde allí, desactivar todos los demás. El problema eran los dos salvajes y sus armas cortantes. De repente, otro sonido vino de la calle. A través del cristal descubrí un carro de combate enorme apunto de embestir contra los automóviles aparcados frente al local. Aquello era demasiado. Me arrastre rápido y me acerque dando un pequeño rodeo. En el siguiente pasillo vi una enorme esfera amarilla que avanzaba deprisa y que destruía todo lo que encontraba a su paso: ¡¡un comecocos!!.

A dos metros de los restos de mi mesa, me giré hacia atrás y casi me desmayo. Un enorme diablo rojo ocupaba el centro de la sala y con sus garras de afiladas uñas destrozaba ordenadores, mesas y sillas. Su cola espinosa acaba de lanzar al de la sierra por la ventana, con un estruendo de cristales. En un instante, nuestras miradas se cruzaron y le presentí corriendo hacia mí, mientras me lanzaba al cable de alimentación enchufado a la toma de la pared. Los temblores del suelo me avisaban de que estaba muy cerca. Tiré del cable, pero no conseguí desenchufarlo. Una mano enorme y roja me cogió y tiró de mí. “Sí, tira, tira”, rogué, sosteniendo el cable entre mis manos. Su fuerza era increíble y noté que me faltaba el aliento. Un segundo después, me encontré en el suelo: el enchufe arrancado con base y todo estaba a mi lado.

Me puse en pie y noté que estaba solo. El local era un amasijo de computadoras, sillas y mesas destrozadas. Varias lámparas colgaban como podían del falso techo, arrancado en varias zonas. Había algo de humo y de un hueco de la pared del fondo salía un chorro de agua. De los aspersores seguía cayendo agua en una lluvia mansa e inútil. En la calle, frente al escaparate, dos vehículos aparecían aplastados en un revoltijo de chapa y neumáticos.

Sentado en una silla, me lleve las manos a la frente y pensé en cómo iba a arreglar todo aquello y, lo más importante: cómo iba a decírselo a los dueños de la franquicia y a los dueños del local en alquiler.

En la calle, entre las lunas destrozadas, descubrí a la anciana mirándome. Sonreía.

(Publicado el 3/03/2006).

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